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sábado, 5 de marzo de 2011

LOS RELATOS DE SARA "ENCERRADOS"


Cuándo anochecía era aún peor. De día era horrible, porque te los encontrabas de cara y tenías que mirar sus rostros podridos y desencajados. Recuerdo esa tarde en que vi a Verónica; aunque ya no era ella, era un engendro que daba tumbos por toda la calle, con el vestido roto, el rubio cabello enredado y la boca manchada de sangre y a saber qué más. No quise mirar, aparté la cara de la ventana porque aquella visión se me hacía espantosa pese a que llevaba ya un mes viendo el espectáculo desde la cocina. Mi vecina también se había infectado, no era algo que me sorprendiera; no quiso llevar a su hija al médico por miedo a que la contagiaran, y ella no sabía que Cecilia ya arrastraba consigo el mal; dos días de fiebre y de convulsiones, dos días en que pregunté por la niña mientras Verónica sonreía forzadamente diciendo que estaba mejor... y luego nada, o más bien todo, no volví a verla hasta esa misma tarde en la que aquel despojo que se parecía a la mujer joven y vital que durante seis años vivió en la casa de al lado, salió al exterior con la mirada perdida y hambrienta. Todo se disparó a una velocidad desenfrenada. Y fueron los niños, eso es lo más triste. Fueron las almas de nuestro futuro que ahora era incierto y estremecedor.

¿Por dónde iba?... ah, si... decía que cuando anochece es

peor. Es aún más horrible porque la oscuridad no te deja ver bien, no sabes por dónde vendrán y cuando los tienes encima te toca correr con todas tus fuerzas sin que te dé tiempo a asimilar el horror de encontrarte con ellos. Nunca sabremos cómo se originó, y pensándolo bien, eso es lo de menos, aunque tal vez se pudo haber evitado. Cuando los informativos se hicieron eco de lo sucedido, sacaron sus propias conclusiones: comedores escolares, fuentes de parques infantiles, fármacos pediátricos en malas condiciones... mil conjeturas que no llevaron a nada mientras los más inocentes de la sociedad sufrían el mal y se lo transmitían a sus progenitores.

Mentiría si digo que no tengo miedo. Miedo a que me alcancen, miedo a que me ataquen y a ser una de ellos; pero sobre todo miedo a no poder salir de mi encierro, miedo a esta macabra y profunda soledad que me veo obligada a soportar, miedo a que mi despensa se quede vacía y a tener que armarme de un valor que no sé si poseo para salir a encontrar algo con qué subsistir... algo que no sé si me atrevería siquiera a probar porque no se sabe de dónde proviene el contagio. No dejo de vigilar por esa ventana que da a mi jardín y siempre con miedo, es ese temor a encontrarme lo mismo todos los días y todas las noches; restos humanos que abonan mi césped y almas perdidas que vagan sin rumbo en busca de algo que no pienso darles. Pasan las horas y se esconde el sol, de nuevo el ocaso que tanto me gustaba mirar y que ahora odio porque tras él aparecen las sombras.

Recuerdo esa noche. Una de tantas en las que no lograba dormir; a veces consigo descansar un poco y eso me ayuda a mantenerme en pié, pero este pasaje del Apocalipsis trae el paquete completo con insomnio incluido. Creo que es mejor, porque así cuando rondan por las cercanías les oigo llegar. Ahora ya no hay gritos ni llantos, no oigo ladrar a los perros, ni tan siquiera el vuelo de un pájaro; sólo los siento arrastrarse gimiendo con hambre voraz hasta mi, como si intuyeran que aquí aún hay vida, como si supieran que a veces el miedo te puede llevar hasta el pánico, y éste a dejar que todo termine, porque lo he pensado, he pensado en salir y dejar que me cojan. Todo acabaría por fin, de una vez. Pero aquella noche me acerqué al cristal atraída por aquellos estremecedores sonidos. Y les vi de cerca, tan cerca que no puedo borrar de mi mente aquellas repugnantes imágenes, Verónica estaba entre ellos, y también Cecilia, quién no parecía reconocer a su madre arañándole el rostro en un espeluznante intento de quitarle el despojo que la ¿niña? devoraba con ansia; los otros cuatro hacían lo mismo entre sí, forcejeaban de modo incansable tratando de obtener los mejores trozos de alguien que ahora yacía irreconocible sobre la hierba... instinto de supervivencia, si se piensa con frialdad, ¿pero eso era lo que a mí me esperaba?, bien, puede que tarde o temprano logren cogerme, pero no se lo iba a poner fácil, que luchen por el menú, si es que tanto les gusta comer.

Ahora ya se han ido, aunque volverán, de eso estoy segura. Y tras media hora de mirar afuera y de cerciorarme de que ya no hay nada ni nadie que pueda arrastrarme consigo, me pongo los guantes de goma de la cocina y saco del armario aquel cazo grande. Salgo y me arrodillo ante aquellos despojos. Es repulsivo, es repugnante y siento un asco inhumano desde lo más profundo de un alma que empieza a desmoronarse, a perder ya su esencia; pero aún así lleno aquel recipiente con los sangrantes restos y vísceras que aquellos monstruos dejaron atrás. Entonces entro en la casa y vomito sobre las baldosas de la cocina, sujetando el cazo y protegiendo su contenido, si es necesario con mi propia vida... qué ironía.

Bebo del agua que previamente herví sin saber muy bien por qué, en la nevera ha vuelto a enfriarse y ahora refresca mi cuerpo y mitiga el agrio sabor que queda en mi boca. Después me armo de valor y bajo hasta el sótano. Ahí estás, ahí sigues rugiendo de rabia y de hambre y mirándome como nunca creí que llegaras a hacerlo, ni en la peor de mis pesadillas. Cierro los ojos y trato de que no llorar, el miedo y la pena inundan un corazón cobarde que es incapaz de acabar con algo que ya no es alguien, alguien a quién quise, a quién sigo queriendo pese a que sé que acabaría conmigo si no estuviera sujeto con esa cadena.

Lanzo aquellos restos humanos lo más lejos posible de mi, y veo con frío dolor cómo te abalanzas sobre ellos como lo harías sobre un manjar exquisito, así lo ansía tu organismo que degenera y se pudre cada vez más, que devora con rabia lo que en vida habrías sido incapaz de mirar... y sé que sin duda darás cuenta de mi si esa cadena de la que tiras cada vez con más fuerza acaba por romperse.

Doy media vuelta y subo de nuevo las escaleras tratando de no mirar, de no escuchar, de no sentir. Sé que esto es el principio del fin, sé que no estábamos preparados para algo así, pero lo que no sé es si alguien con vida vendrá a rescatarme; es una esperanza que día a día se va diluyendo, que parece renacer con la luz del alba y muere un poco más cada vez que anochece. Y mientras me quede eso, permaneceré aquí, encerrada contigo, aguardando un milagro, esperando a que ellos entren a darme caza o a que seas tú quién consiga alcanzarme.

Dios... ¿estás ahí?, ¿me escuchas?, ¿es esto el principio del fin?... tiene que haber un Dios...

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