Randy llora por fuera y ríe por dentro. Ríe de alivio, de puro placer, porque el sentimiento de liberación es algo que causa ese efecto. Pero tiene que dar una imagen, debe fingir que la pena le nubla la mente y el corazón, ha de mostrar el dolor de un marido con el alma rota. Spellbinder ha muerto por fin, ha dejado ya de existir y de hacer de su vida un infierno. Todavía recuerda cuándo la conoció; todavía recuerda lo que puede pasar si bebes más de la cuenta, si te dejas retar por tus acompañantes en un juego absurdo y humillante. Y allí estaba ella, esbelta, hermosa, rebosante de clase y estilo, sosteniendo una copa de champán ante la barra del bar; una mujer madura que no parecía necesitar la compañía de nadie, y a la que muchos solían rondar en el club, Randy lo veía constantemente y nunca le había hecho caso. Es cierto que “estaba muy buena” como solían decir sus amigos, pero para él era demasiado mayor.
Spellbinder Coleman era un cúmulo de belleza, encanto, clase y distinción, y una mente privilegiada; novelista de éxito con toda una corte de seguidores y admiradores que constantemente la abordaban tratando de lograr un autógrafo, una sonrisa. Una mujer de bandera, podría llamarse así. Pasados los 40, había enviudado hacia doce años; Steve Coleman había muerto de un fatal infarto a los 58, en medio de una reunión de negocios; todo el mundo dio el pésame a la joven viuda entre susurros y miradas malintencionadas, esas de las que sueles ser víctima cuando tu esposo recién fallecido se va de este mundo pasada la cincuentena y dejándote la vida resuelta. Spellbinder agradeció con fría y cortés distinción las palabras que en realidad no reflejaban lo que expresaban; nadie supo jamás si ella quería a su esposo, y nadie le pudo acusar durante los cinco años que duró su matrimonio de haber traicionado a Steve, quién vivía y respiraba por ella. Spellbinder siguió adelante con rumores y miradas envenenadas que con el tiempo y la soledad acabaron por diluirse; cuando no hay nada de lo que la gente pueda hablar, se acaba imponiendo el silencio cargado de celos de quiénes no pueden hacerte daño. El éxito la encumbró porque además Spellbinder sabía escribir y demostró que no sólo su cuerpo era digno de admiración, sino que una mente privilegiada adornaba aún más esa imagen que brillaba con luz propia.
-¿Llevo escrito en la cara “fóllame”?. –la frase resuelta y brutal dejó a Randy clavado en el suelo.
-¡No!. No... es que... –balbucea asustado mientras mira con odio hacia atrás, ¿de qué se ríen los muy imbéciles?- ... sólo quería...
-Solo querías saber si eras capaz de impresionar a esos cretinos y de paso, echar un polvo con alguien que podría ser tu madre, ¿no?.
-Por Dios... –resopla Randy, ¡joder con la gran señora, qué lengua tiene cuándo se cabrea!- ... por Dios, no me diga usted eso. Yo solo vine porque la admiro. Sólo me acerqué a usted porque siempre que deseo hacerlo, la veo rodeada de gente a la que yo no podría igualar. Por favor, no me juzgue sin conocerme... además, que no tiene edad para ser mi madre, yo tengo 28 y usted...
-Tengo 43. Y deja de darme jabón. A ver, ¿qué quieres?.
Impresionar a esos cretinos y de paso, echar un polvo. Eso es lo que quiero. ¿O te habías pensado que me he enamorado de una tía cómo tú?, por muy buena que estés, por mucho que deslumbres, por mucho dinero que tengas, es verdad que si no mi madre, sí podrías ser mi hermana mayor. Y ese pensamiento mejor lo aparto de mi cabeza porque si voy a acostarme contigo, no me va a motivar.
Eso fue hace tres años. Tres largos años después de que Randy ganara la apuesta, y con el premio se llevara el lote completo: una esposa 15 años mayor que concedía caprichos, cubría gastos y satisfacía necesidades si él no encontraba el modo de que otra más joven hiciera lo propio. Tres años en los que fue el rey consorte, tres años en los que ella le trató bien, demasiado bien, con un aire maternalista que él no podía soportar pero que toleraba porque claramente le convenía. Tres años en los que acabó harto de todo y también de tener que esconderse para estar con mujeres a las que luego no se atrevía ni a saludar, porque Spellbinder era lista, muy lista y él sí llevaría escrito en la cara la palabra “infiel” si daba la menor pista de ello; ni siquiera había sido lo suficientemente agudo como para pescar a una esposa tonta, una de esas niñas que cierran los ojos y abren las piernas, y que se creen todo cuánto uno les dice porque están deseando creérselo. Lo que pasa es que esas monadas no suelen tener ni cerebro, ni pasta, ni prestigio social, y aunque lo primero sea una ventaja, de lo tercero acabas hartándote pensando en hacerte con lo segundo por la vía rápida.
Y no es que Spellbinder no cumpliera en la cama, no es que ella en eso dejara qué desear; si algo tenía aquella mujer era imaginación y no sólo era capaz de plasmarla en el papel, pero a Randy no le bastaba. Lo peor de tenerlo todo es que siempre quieres más; y cuando encima lo que recibes no es tuyo, pues ansías más aún. La nefasta visión de un “futuro prometedor” junto a una mujer cuyo éxito subía como la espuma a medida que el tiempo avanzaba inexorablemente, podía ser el ideal para un hombre como el difunto Steve, pero no para él, no para un joven de 31 años que aún podía permitirse aspirar a más. De modo que se cansó, se cansó de ser el afortunado mantenido de una vieja gloria aún en todo su esplendor; se cansó de no poder ser él mismo si no era en el oscuro y vacío cuarto de un hotel de baja clase y dudosa imagen, y se cansó de tener que rendir cuentas aunque Spellbinder no las pidiera, pero que su temor a ser descubierto y su falsa y afectada conciencia sí le reclamaban no dejándole tranquilo.
Y cuando la pasión nubla la razón, cuando la avaricia te empuja a obrar apresuradamente, la ceguera puede ser mortal. Mortal como el dulce licor que Spellbinder ha consumido por su amarga y propia decisión, sumida en la misteriosa tristeza que últimamente parece acompañarla; mortal como las lágrimas de inconsolable dolor que arrasan el rostro de un esposo aparentemente destrozado por la pena, pero cuya fría paciencia aguarda con calma a que los agentes de policía que él mismo ha llamado cuándo ha encontrado el cuerpo de su esposa, se marchen de allí y por fin pueda correr a los cálidos brazos de Celine, su último capricho y con quién compartirá el inicio de una nueva y lucrativa vida hasta que aparezca otra que colme más sus expectativas.
-Randy. Randy, ¿me escucha?.
-Si... si... –responde el joven viudo tratando de no perder los estribos; ¿por qué no se irán de una vez?.
-Randy. Esto es importante: usted llegó a casa y encontró a la señora Coleman... a su esposa, quiero decir, ya sobre la cama, aparentemente inconsciente, se alarmó intentando reanimarla y al ver que no lo lograba, nos llamó a nosotros, ¿no es así?.
-Si... cierto...
-¿Por qué no llamó primero a una ambulancia?.
-Yo... -¡mierda, no había pensado en eso!-... supongo que... me asusté... no veía con claridad y...
-Entiendo. –afirma con calma el inspector de policía mientras toma notas- ¿Y no se le ocurrió llamar después, por si... en fin... por si podían socorrerla a tiempo?.
-¿Qué quiere decir?. –susurra Randy asustado y con cierto tono de ofensa.
-Que por los hechos podría pensarse que dio por sentado muy rápidamente que ya estaba muerta.
-Oiga, ¿qué está insinuando?, ¡había tomado un montón de pastillas mezcladas con champán!, ¿qué podía hacer yo?, pensé que lo mejor era llamarles a ustedes, ¿es que acaso creen...?.
-Nosotros no creemos nada, Randy, como le digo, no se puede dar nada por sentado. –el inspector se detiene al oír el timbre de la puerta y se gira hacia uno de los policías que le acompañan- Abra, por favor.
Ante la mirada confundida de Randy, un hombre de traje gris y mediana edad entra en la casa portando un maletín oscuro que deja sobre la brillante mesa de caoba del salón; saluda brevemente y lo abre mientras unos enfermeros llegan también y se disponen a acceder al dormitorio en el que el cuerpo de Spellbinder Coleman empieza a enfriarse.
-Disculpe, ¿quién es usted?. –pregunta Randy al hombre del traje gris tratando de aparentar seguridad.
-Es curioso que me haga esa pregunta, ¿no se acuerda de mi, señor Hart?; la verdad, no debería sorprenderme, imagino que durante su matrimonio con mi cliente, ha estado usted demasiado ocupado en sus propios intereses personales como para tener presentes otros temas de mayor trascendencia.
-Me temo que no le comprendo.
-Está bien. –suspiró con desaprobadora actitud el abogado- Le informo: hace un año, la señora Coleman acudió a mis oficinas con la intención de que yo redactara unos pormenores de su testamento. Había suscrito una nueva póliza de seguros en el que usted era el único beneficiario; quería asegurarse de que en caso de que ella muriera, recibiera una fuerte suma adicional a la que le correspondía en herencia, que había testado a favor suyo y varias causas benéficas en las que colaboraba desde hacía años, pues no tenía a nadie más en el mundo, su única familia era usted, señor Hart. Teniendo en cuenta que ella era consciente de que la traicionaba y por alguna secreta razón que no logro entender, Spellbinder Coleman le amaba. Le amaba a usted por encima de todo.
Randy dejó caer el rostro sobre sus manos fingiendo un llanto desesperado, pero lo que en realidad trataba de ocultar era la inmensa alegría que le embargaba en esos momentos; no sólo iba a cobrar una herencia que mal que le pesara tenía que compartir con unas malditas organizaciones de caridad, pero que aún así le iba a permitir vivir lujosamente. Y encima su adorada esposa había sido tan estúpida, que había abierto un sustancioso seguro de vida en su beneficio. ¡Bien hecho, nena!; pensó a punto de estallar de la risa.
-Lamentablemente, no podrá recibir nada de lo antes mencionado, señor Hart; -repuso entonces el letrado ante el estupor de Randy-, porque dicha póliza incluía una cláusula que anulaba el cobro del seguro en caso de que la señora Coleman se quitara la vida, ella era consciente de eso, pero usted no, puesto que entonces no la habría matado fingiendo que se trataba de un suicidio.
-¡¿Como se atreve?! –gritó Randy levantándose furioso de la silla en la que fingía haberse desplomado presa del dolor- ¡¿cómo puede usted insinuar siquiera que yo he matado a mi esposa por su dinero?!.
-Porque estaba llevándola a la ruina con sus continuos caprichos y había llegado a un punto en que no podía esperar más para quitarla de en medio y disfrutar usted sólo de una posición que por muy envidiable que fuera, siempre le parecía escasa; a pesar de su actitud, de nada se le podía acusar hasta ahora, pero su poca paciencia y su dudosa inteligencia le han llevado a precipitarse en sus propósitos a medida que recibía menos de lo que esperaba en cuestiones económicas; además la señora Coleman ya tenía bastante con los gastos médicos que estaba teniendo que afrontar, de modo que...
-¿Gastos médicos?... ¿qué... qué gastos médicos?. –preguntó Randy abriendo unos ojos como platos.
-Vaya, tampoco sabía usted eso. Es lógico teniendo en cuenta que ella lo mantenía en secreto, pero la verdad es que en las últimas semanas se la veía bastante abatida y desmejorada, cualquiera se hubiera dado cuenta. Cualquiera que se hubiera fijado un poco, por supuesto. ¿Y cómo iba a fijarse usted si sólo podía mirarse a sí mismo?.
-¡Por Dios, deje de insultarme y explíqueme qué era lo que le pasaba a mi mujer!.
-Se estaba muriendo, señor Hart. Spellbinder Coleman estuvo hace tres meses en mi despacho para comunicármelo; le habían diagnosticado un tumor cerebral y no le quedaban más de seis meses de vida; ella quería poner sus asuntos en orden y asegurarse de que todos los documentos de su testamento estaban listos para que usted cobrara la herencia en cuanto ella falleciera, cosa que no creo que pueda hacer desde la cárcel, y es que el asesinato también suele anular este tipo de tratos. Cómo le digo, señor Hart, si hubiera sido más paciente, dentro de tres meses estaría disfrutando de una vida que ahora ya no le será posible vivir porque usted mismo ha anulado todas sus posibilidades. Qué ironía, ¿no cree?.
Dos policías se llevan detenido a Randy, que ahora mismo es incapaz de articular palabra; ya no puede llorar, ni reír, ya no puede pensar en el dinero, ni en su amante. Sólo es capaz de pensar en Spellbinder y en cómo la había subestimado, porque incluso después de muerta, ha demostrado ser más lista que él, y que si hay algo más patético que un tonto, es un tonto que se casa con una mujer inteligente.
1 comentario:
Una historia increíble... un final brillante... me gustó muchísimoo.... Nada peor par un hombre que una mujer inteligente, cuando ellos son tan idiotas...
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