-¿Cuánto?.
-Digo que cuánto. ¿50, 60 libras, 100?. Personalmente, le diré que esta última cifra me parece excesiva, pero si es lo que usted pide, en fin... podríamos llegar a un acuerdo.
-Caballero, me temo que me está usted ofendiendo. –respondió la joven con creciente indignación.
-Dios. Lo siento. –exclamó el hombre palideciendo, era evidente que había cometido un error imperdonable- Debí suponerlo. Es usted demasiado bonita y elegante para ser una... es decir, que se ve que es usted de buena familia... quiero decir... Señor, no sé qué quiero decir, se lo ruego: perdóneme.
-¿Va usted por ahí ofreciendo dinero a todas las mujeres a cambio de servicios sexuales?.
-¡No, no, por Dios!. No vaya usted a pensar que yo... por favor, discúlpeme. No debí sacar conclusiones precipitadas y más aún tratándose de una señorita con tanta clase como usted, pero es que la vi aquí, en este lugar, y la verdad, me sorprendió ver a una mujer tan hermosa y tan fina en la barra de un bar.
-Ya. Y por eso decidió demostrarme su admiración confundiéndome con una prostituta y previo pago, sugiriéndome que me acostara con usted, ¿no?.
-Dios santo. Si es que no tengo disculpa, pero se lo ruego, perdóneme. Empecemos de nuevo. Me presento: John Ernest Williamson III, a sus pies, señorita. –dijo con una reverencia.
-Mucho gusto. Yo soy Jacqueline, Jacqueline Anderson, no soy exactamente de buena familia pero trabajo para una de las mejores de Londres, los Van Halen. Soy su doncella y he venido aquí con un motivo claramente justificado; el cantinero les consiguió a mis señores unas partidas de vino muy específicas, no se encuentran con facilidad, pero el viejo Harris sabe cómo dar con ellas. El señor Van Halen me solicitó excepcionalmente a mi que viniera a abonar el encargo, ya que nuestro mayordomo se encuentra indispuesto.
-Vaya, lo siento. –afirmó el joven con una sonrisa aliviada al ver que aquella joven tan bonita parecía olvidar su inconveniencia- Espero no sea nada grave.
-Tan sólo una gripe algo fuerte, señor Williamson. ¿Y a qué se dedica usted?.
-Pues mire, yo soy médico. Por supuesto, trabajo en mi propia consulta privada, lejos de Whitechapel, este barrio tan lamentable. –afirmó retirándose la capa, dejándola junto a la chistera que también se había quitado al saludarla formalmente y apoyándose en su elegante bastón-; me establecí en Primrose Hill hace tres años y allí recibo a mis pacientes, le daré mi tarjeta y si alguna vez usted o los suyos precisan atención médica, Dios no lo quiera, no duden en recurrir a mi, que con gusto les atenderé.
-Muchas gracias, muy amable. –sonrió finalmente aquella mujer morena de pálida piel y ojos azules.
John estaba encantado. Su maniobra de rectificación estaba funcionando a las mil maravillas; con su porte, su elegancia, su atractivo, y esa labia que Dios le había dado, la joven y bella Jacqueline Anderson aún podía caer en sus manos; se veía que la chica era una de esas mojigatas remilgadas que se las dan de inaccesibles, pero precisamente aquello era un reto para él, y además, esta monada que se creía tan lista, no sabía con quién se las estaba jugando. Jacqueline por fin parecía haberse relajado y miraba a John con simpatía e incluso un elegante aire de coquetería, alzando su fino y bonito mentón y dejando escapar una aristocrática y cantarina risa con cada comentario ocurrente de John. De vez en cuando pasaba sus dedos por los graciosos rizos negros que con falso descuido, escapaban de una preciosa melena azabache recogida en la nuca y se alisaba con gracia la falda de un sencillo pero a la vez favorecedor vestido de terciopelo color vino. John no dejaba de hacer chistes ya muy oídos y de los que cualquier dama de clase alta no se hubiera reído ni por asomo, pero que aquel pastelito parecía estar escuchando con sumo agrado.
Ya casi la tenía... ya estaba a punto de caer en sus redes irremisiblemente, y aunque las facciones de John mostraban a un hombre joven y atractivo, correcto y jovial, su fuero interno se relamía como un depredador a punto de dejar caer las garras sobre su inocente presa. La careta que aquel sujeto portaba con estilo y donaire escondía tras de sí una personalidad viciosa y depravada que muchos hombres eran incapaces de ocultar, pero que una mente inteligente sabía mantener en el lugar adecuado hasta el momento de dejar constancia de ello. A John le gustaban las mujeres como a cualquier otro habitante masculino del nublado y frío Londres, y Whitechapel era sin duda el mejor lugar dónde acudir en busca de ciertas chicas dispuestas a satisfacer sus deseos; lo que no esperaba aquella tarde era encontrarse con una perita en dulce como Jacqueline Anderson, y pensó: ¿Por qué no?, ¿por qué no variar un poco y así no recurrir siempre a las infelices que estaban dispuestas a todo, aunque fuera a costa de salir probablemente malparadas?.
-¡Uy, qué dura está la competencia!, ¿eres nueva, encanto?.
Jacqueline se lleva un gran sobresalto al sentir sobre sus hombros el contacto de aquel huesudo y frío brazo, cuya dueña la trata como si la conociera. Aquella mujer que no tendrá más de 30 años ofrece un peculiar y estremecedor aspecto que puede que en aquel barrio sea lo más común, pero que a ella le causa verdadera aversión. La joven pelirroja que la trata con descarada familiaridad no destaca por su higiene, y su dentadura ofrece la desagradable visión de una salud nada envidiable. Un vestido verde que en tiempos debió tener un aspecto medianamente decente, -excepto por el generoso escote que insinúa los escasos encantos de la muchacha-, luce ahora lleno de manchas y remiendos improvisados. Pero lo verdaderamente desagradable, lo que echa hacia atrás a Jacqueline ante la actitud de la excéntrica desconocida, es ese insoportable y agrio olor a vino que su aliento despide a cada palabra que pronuncia.
-Oye furcia, deja en paz a la señorita. –John escupe sus palabras visiblemente enojado por la interrupción.
-Uy, que el caballero se nos ha molestao. –la risa estridente y aguda de la joven mujer suena sarcástica y desagradable a oídos de Jacqueline, aunque allí nadie parece inmutarse; todos ríen, beben y gritan tanto o más que la escandalosa prostituta ante la cual ella no sabe ni qué decir.
-Por supuesto, me he molestado. Es de una educación y un gusto pésimos interrumpir una conversación agradable entre dos personas decentes, más aún si quién se mete dónde no le llaman es una...
-Si, si, ¡muy decente es usté!, no hay más que verle, jajaja. Por eso viene aquí dos noches a la semana, seguro que buscando a damiselas tan finas y elegantes como “esta”.
-Oiga, yo... –trata finalmente de intervenir tímidamente Jacqueline.
-No guapa, no diga usté ná. –la interrumpe nuevamente la joven- Este pollo es un listo que ha encontrao un caramelito, tenga cuidao no se la vaya a comer pa cenar.
-¡John!, ya veo que estás aquí. –un caballero de mediana edad y aspecto agradable pone la mano familiarmente sobre el hombro del contrariado y ya furibundo joven- Ven a sentarte a nuestra mesa. Y trae a tus encantadoras acompañantes, -añade haciendo un pícaro guiño a las dos distintas jóvenes sin parecer advertir las evidentes diferencias entre ambas-, les invitamos a una copa.
John mira hacia el rincón que le señala aquel hombre al que evidentemente conoce, y ve una mesa circular en la que está sentado otro conocido suyo, a juzgar por el saludo que con la mano le dirige desde su asiento, y al que acompañan dos mujeres de aspecto algo más saludable que la impertinente pelirroja, pero de la misma profesión, no hay más que verlas. Decide que va a rechazar la invitación tras un par de minutos de deliberar mentalmente y ofrecer una respuesta razonable, y cuando se vuelve a mirar a las dos jóvenes sabiendo perfectamente qué hará con cada una de ellas cuando se libre de ojos indiscretos, y se encuentra con una desagradable sorpresa. No están. Han desaparecido de su lado como por arte de magia y eso hace que una ira irrefrenable se apodere de él y le hierva la sangre de un modo similar al de hace un rato, aunque no por el mismo motivo que le inspiraba la dulce Jacqueline.
Sale fuera rápidamente dejando a su amigo con la palabra en la boca, aún a tiempo de ver cómo ambas mujeres desaparecen tras la esquina de la calle Hanbury y corre tras ellas mientras se abotona precipitadamente la capa y se cala la chistera ante la fina e inminente lluvia que ha empezado a caer. Las dos jóvenes giran un recodo tras otro apareciendo y desapareciendo de su vista y el enloquecido John trata de darles alcance presa de la furia; mientras corre lo más rápido que puede, no deja de repetirse a sí mismo que cuando las tenga en su poder, se encargará de las dos. A cada una lo suyo. Esta última frase le hace sonreír con renovadas fuerzas y acelera el paso hasta llegar a una callejuela inmunda por la cual las ha visto entrar. Sus pasos resuenan en la oscuridad y se detiene mirando a su alrededor para no ver más que mugre, ratas y charcos. John se queda inmóvil tratando de no hacer ruido; aquello es un callejón sin salida y por tanto, aquellas dos estúpidas ya están en su poder. Se mueve con sigilo hacia los barriles viejos que abandonados allí, podrían ser el refugio improvisado de alguien que huyendo, decidiera agazaparse tras ellos. Pero no; nadie se esconde allí y el enfurecido joven recorre el callejón de arriba abajo sin entender. ¿Cómo es posible?, ¡¿por dónde han escapado?!; él está seguro de que es allí dónde se metieron esas dos furcias, -porque ambas lo son, en el fondo, todas las mujeres son unas zorras- y casi presa de una rabia incontenible, trata de comprender lo ocurrido, cosa que no logra conseguir y finalmente y a regañadientes, se marcha corriendo bajo la cada vez más persistente lluvia.
-Por Dios, bajemos ya. –susurra suplicante Jacqueline, tendida sobre las tejas mojadas- Me estoy calando hasta los huesos, y voy a agarrar una pulmonía.
-Espere usté, demonios. –responde la pelirroja en tono de impaciencia- Mejor mojada que muerta, ¿no le parece?. Calle, calle, que nos iremos pronto de aquí.
Quince escasos minutos después, los tacones de la pelirroja golpean el suelo tras el ágil salto desde el tejado de aquella casucha y que la hace aterrizar sobre el pavimento. Jacqueline la sigue obedientemente con la inseguridad de quién no se suele ver en aquellos lances y al bajar resbala y cae sentada en el suelo, empapándose aún más y provocando una breve y dura carcajada de su nueva amiga, quién la ayuda a levantarse dándole la mano, que Jacqueline suelta furiosa una vez se ha puesto en pié.
-¡Vaya con su distinguida señoría! ¿esas tenemos?, -ríe la otra aún más-, otra cosa no tendrá usté, pero agradecía es un rato.
-¡Déjeme en paz!... yo le agradezco su ayuda, no vaya a creer que no... pero hasta aquí hemos llegado, no tengo la más mínima intención de tener más tratos con una mujer de su... clase.
-¿De mi clase?, -pregunta con exagerado espanto la mujerzuela y echándose a reír de nuevo- ¿pero que usté se ha creído una gran señora?; tan sólo es una criada que sirve en una casa de categoría y a la cual yo de momento no volvería; piense que ese tío sabe para quién trabaja usté y podría ir allá mismo a buscarla.
-Deje de decir tonterías. –responde Jacqueline sin demasiada convicción- Eso no es posible... es decir, ¿usted cree que él pueda ir allí y...?. Dios... parecía un encanto de persona...
-Si, todo un encanto que pretendía beneficiársela y a saber qué cosas más pensaba hacerle. Y con lo ocurrido en las últimas semanas, como para fiarse.
-¿Qué... qué ha ocurrido en las últimas semanas?.
-¿Qué?, ¡¿es que no ha oído hablar del Destripador?, ¿pero en qué mundo vive usté, señorita?.
-Yo... yo no me acordaba...
-Mire, -exclama resueltamente la avispada prostituta-, aquí no nos podemos quedar; ha de venir conmigo a mi casa, vivo en el 13 de Miller’s Court, allí estará usté segura hasta mañana... ¡vamos mujer, no se ande con remilgos!, el Destripador es un perro rabioso y la poli no logra agarrarle, su última víctima fue mi amiga y compañera Catherine Eddowes. No le gustaría acabar como ella, se lo aseguro.
Media hora después, Jacqueline lucha por sujetar una vieja y raída toalla para que cubra su cuerpo en la medida de lo posible; le resulta incómodo estar desnuda ante aquella mujer que aún no termina de inspirarle confianza, cosa que a la otra no le causa pudor alguno, tal vez por su profesión, o por su naturaleza descarada, la pelirroja anda como Dios la echó al mundo de un lado a otro de la habitación comprobando si ambos vestidos están lo suficientemente cerca de la chimenea, cuyas llamas tardarán en secarlos, pero nada más se puede hacer. Ríe al volverse a mirar a Jacqueline, que completamente en cueros cree que le faltan manos para cubrirse; mira enojada a su anfitriona quién deja a duras penas de reír y alza una mano en señal de “haya paz”. Abre un armario y saca de su interior unas prendas viejas que le ofrece a su invitada para que se las ponga.
-Eran de mi padre. Unos pantalones y una camisa que son lo poco que me queda de él. Seguramente le estarán grandes, pero algo es, póngaselos.
-Gracias...
-No hay de qué. Y dígame su señoría: ¿a qué novio le hemos dejao tan sumamente satisfecho las de nuestro gremio para que nos tenga ese odio tan ciego?.
-No hay ningún novio. No se trata de eso. Fue mi padre. Cuando yo era niña, bebía y andaba todo el día fuera de casa; casi era mejor así, porque las pocas veces que estaba conmigo y con mi madre, a ella le daba unas palizas espantosas, casi la mata a golpes, aunque finalmente murió a causa de una infección, una de esas mujeres le contagió algo a él, y el muy cerdo se lo pasó a mi madre; su muerte fue agónica, lenta y dolorosa y yo acabé en un orfanato con tan sólo siete años, porque mi padre se fue y no volví a saber de él. Seguramente me hizo un favor, pero no le perdono lo que le hizo a mi madre.
-Ah, pues créame usté que lo siento, pero pa mi que el mayor culpable fue de él, más que la mujer que le pegó aquella miseria, aunque déjeme darle mi más sentío pésame. Y permítame decirle que si la saqué de aquel bar de aquel modo tan precipitado fue porque las mías y yo andamos con pies de plomo tras lo ocurrido con el Destripador, estamos teniendo problemas económicos porque no aceptamos ya clientes a no ser que sean de absoluta confianza, pero lo dicho: mejor hambrientas que muertas. En fin, me presentaré: soy Mary Jeanette Kelly, gusto en conocerla a usté, aunque tal vez no sea mutuo.
Jacqueline se sujeta la camisa sobre el cuerpo aún desnudo y mira con recelo a la prostituta que ni siquiera se ha molestado en ponerse una sola prenda encima; finalmente y dándose cuenta de ello, Mary se levanta sonriente del camastro en el que está sentada para echarse encima una vieja bata roja que debió conocer mejores tiempos, y se acerca a Jacqueline alargándole la mano sonriente. La joven se había acercado hasta el bolso que llevaba y que también se secaba cerca de la chimenea y tras hurgar en él, se vuelve a mirar a su anfitriona, esbozando una leve sonrisa y ofreciendo un abrazo a su sorprendida salvadora, pero que es correspondido y recibido con un gesto de amabilidad que acaba transformándose en horror, dolor y confusión. Mary Kelly quiere hablar pero no puede, trata de zafarse de la joven pero no le es posible, y después la sangre caliente, roja y espesa vuelve a empaparlas a ambas como la lluvia hace pocos minutos.
-Vaya, Mary, has manchado la camisa de tu padre, deberías avergonzarte. Y a él debería darle vergüenza también haber criado a una puta como tú. Seguro que lo está pagando caro en el infierno, como el mío, allí nos veremos los cuatro algún día, pero no sé por qué, creo que tú llegarás antes que yo. Ah, perdona, no me he presentado, qué maleducada soy. Me llamo Jacqueline, pero mis amigos me llaman Jack.
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