Me agito inquieta y me giro hacia un lado. El colchón se adapta a mi cuerpo con la sensual suavidad del látex recién estrenado. Látex, los condones son de látex. ¡Joder, otra vez!, cualquier pensamiento, cualquier sensación que percibo me trae de nuevo esa imagen odiosa, esa visión que quisiera apartar de mi mente y que no logro desterrar. Tiendo inconscientemente a tumbarme de espaldas de nuevo y ese miedo helado me vuelve a obligar a adoptar la posición de costado. No quiero mirar hacia arriba, no quiero que crean que les estoy observando como ellos hacen conmigo. Vigilándome, escrutando cada parte de mi como mil veces habían hecho antes en aquellos últimos meses. Tiempos que quedaron atrás y que no volverán. No volverán por su culpa.
Cuando se imponen oscuros deseos que nublan la mente, la traición no se hace esperar. Y un día llegas a casa y te encuentras con algo que no te sorprende, a la par que logra enloquecer tu mente. Algo que sabes que tarde o temprano saldría a la luz y que tu cuerpo y alma rechazan con furia haciendo que el odio te estalle directo en el corazón.
La rabia, el dolor y un ansia creciente de acabar con todo, desatan fuerzas internas que hasta hoy ni siquiera creías que existieran en ti. Todo se vuelve rojo, un fuego ardiente quema tus entrañas y sencillamente, te dejas llevar por la ira y permites que ocurra. Y ahora no quieres mirarles, no quieres ni ver esas caras que desde arriba te observan, desde ese techo de cristal que refleja sus gestos abotargados y esos ojos desorbitados constantemente fijos en ti. Por eso te vuelves de lado, por eso apartas tu rostro de su campo de visión aún a sabiendas de que te siguen mirando. Te siguen vigilando.
Te pones en pie. No puedes dormir. Tu cuerpo menudo y delgado tan sólo cubierto por un suave y breve camisón se agita de frío temblando, tiritando a pesar del calor de agosto que no deja conciliar el sueño. Aunque no son las altas temperaturas las que te tienen en vela, no es el ardor de un amante apasionado que durante un tiempo te hizo sentir como nadie lo había logrado. Es el miedo. El terror fusionado con el odio oscuro y la vergüenza patética de quién se siente airado y traicionado. La rabia que causa la sensación de haber sido una ingenua, una pobre ilusa que creía ser lo más importante en la vida de alguien que ahora ya no es nadie. Como tampoco lo es aquella que yace a su lado, aquella que bajo la máscara de una falsa amistad se fue apoderando de sus promesas de amor eterno, de su pasión desatada y de una parte sagrada de su alma inmortal.
Abro el armario y cojo el viejo chal de lana con el que él me cubría cuando el frío real azotaba mi cuerpo. ¿Por qué cada cosa que hago me trae a la mente a quién me ha apuñalado de modo tan vil?. Vuelvo a mirar hacia arriba y les veo a los dos, me vigilan, me observan inquisitivamente con esa mirada perdida y vacía, y a la leve luz de la lámpara que hay sobre mi mesilla, me dirijo a las escaleras que llevan al piso superior. Peldaño a peldaño llego hasta la puerta del viejo desván cuyo suelo descansa sobre mi habitación, ese suelo sobre el que ellos se encuentran mirando hacia abajo, a través de ese techo que permite que puedan invadir mi sueño transformándolo en vigilia y en oscuras sombras que golpean mi negra conciencia y no me dejan dormir.
Me encamino hacia ambos y observo sus cuerpos tendidos de espaldas a mí, mirando las tablas del entarimado que parecen tornarse de claro cristal y que dejan ver lo que ocurre en mi cuarto, en mi mente y en mi alma. Y luchando con la repugnancia y la frialdad que nuevamente anidan en mi tras aquella explosión apasionada, sangrienta y mortal, tiro de sus ropas para darles la vuelta, les hago girar por completo hasta hacerles yacer sobre sus espaldas, mirando hacia arriba, hacia la claraboya que ahora sólo deja pasar la luz de la luna y que cuando llegue el día hará más patente sus rostros desencajados, sus miradas perdidas y la podredumbre que se va apoderando de sus cuerpos carentes de vida.
Bajo de nuevo la estrecha escalera y dejo el chal de lana dentro del armario. Me acuesto otra vez y un breve calor parece embargarme a la vez que respiro hondo, mirando hacia el techo. Ya no me observan, no pueden, ya no pueden ver cómo me revuelvo en mi cama tratando de huir de la culpa, la rabia, los celos y las pesadillas.
¿Podré dormir ahora…?
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