Sofía entra en casa y como un ritual, se quita los altos zapatos y se pone un calzado más cómodo; después va hacia el baño a desmaquillarse y recoge su pelo detrás de la nuca. Ya en la habitación se quita el sobrio traje de chaqueta que suele llevar al trabajo y se pone unas mallas y un jersey de punto; finalmente va a la cocina, se sirve un café, regresa al salón y se sienta en la vieja butaca. Por fin, por fin la calma y la paz del hogar. Tras un par de sorbos de aquella gruesa taza de loza que lleva su nombre, mira a la derecha con un sobresalto.
-Joder, estás aquí. No te había visto, qué susto.
-Tú te asustas por nada. –se ríe Lucrecia con ese tono vibrante y odioso.
-Muy graciosa. A ver si aprendes educación, nunca sé cuándo vas a estar en casa y cuándo no. Haces lo que te da la gana.
-Esa es la idea. –susurra Lucrecia mirando a Sofía. Está más que claro que disfruta de lo lindo provocando su ira- ¿Qué tal el día?, ¿muy chungo?.
-No tienes idea; -Sofía no sabe por qué le responde, no traga a Lucrecia, aunque a veces no tiene más remedio que soportarla-; no nos cuadraba el balance en la empresa; hemos estado horas con él, yo creo que hay alguien que está… pero ¿por qué te cuento esto?.
-No sé, la verdad es que me importa un carajo. –responde Lucrecia con una aguda carcajada, ¡es odiosa!- Sólo quería avisarte de que voy a salir esta noche.
-¿Cómo?, ni lo sueñes. La última vez que te fuiste de juerga la liaste buena. ¿Qué digo la última?, siempre que sales te metes en líos y me creas problemas a mí, así que ni lo pienses, te vas a tu cuarto y te quedas allí tranquilita.
-¡¿Pero de qué coño hablas?!, ¿problemas??, ¿yo??. ¿Lo dices por aquella loca que intentó pegarme?.
-Te pilló con las manos en la masa, ¿qué crees que hace alguien que se encuentra con que están intentando robarle el coche?, ¿darle al ladrón amablemente las llaves para que pueda llevárselo con mayor comodidad?, ¡joder, Lucrecia, yo también te hubiera pegado!.
-Bueno, eso fue un incidente aislado que no volverá a ocurrir. Venga, préstame algo de dinero y me voy.
-¡Que no!, ¡un incidente aislado, dice!. Lucrecia, desde que estás aquí, cada vez que has salido de noche, te has emborrachado, te has metido en peleas y hasta te has acostado con tíos que daban miedo; encontrármelos en casa por la mañana no ha sido precisamente una grata sorpresa. Y la última vez vi cómo te metías una navaja en el bolsillo de los vaqueros, ¿pero tú de qué vas?, ¿es que piensas ir por ahí apuñalando a la gente?, ¿te vas a liar a navajazos con la próxima persona con la que tengas problemas?. Debería echarte de aquí.
-No puedes. –sonríe Lucrecia con helado sarcasmo- Sabes que no tienes otro remedio que hacerte cargo de mí. Y también sabes que hago lo que quiero, cuándo quiero y cómo quiero, y no puedes impedírmelo.
En un arrebato, Sofía se pone de pié, deja la taza en la mesilla que hay frente al sillón, y se dirige a su cuarto de modo resuelto, dispuesta a ignorar a Lucrecia, pero ella sigue sus pasos pegada a su cuerpo, susurra en su oído, sonríe con falsa dulzura y aguda malicia. Sofía entra en la habitación, sólo son las nueve, pero ha decidido ponerse ya el camisón, lavarse los dientes e irse a dormir, tal vez si evita a Lucrecia, tal vez si hace como que no la ve, desista en su empeño y la deje tranquila; no la mires, no le escuches, no le hables, no se te ocurra darle dinero o prestarle un vestido, pero a la joven todo le da igual, de hecho ya está frente al vestidor, acariciando las prendas que sobre las perchas cuelgan de la barra. Sofía se vuelve apretando los puños con rabia, suelta el cepillo de dientes que cae sobre el lavamanos y regresa a su cuarto gritando de furia.
-¡No toques mi ropa! –la histeria no es buena, pero es que esta chica no te da opción.
-Me voy, -responde Lucrecia con seguridad y descaro, enfundándose aquellos brillantes pantalones de cuero-, ya sabes que hago lo que quiero, cuándo quiero y cómo quiero, y no puedes hacer nada para impedírmelo.
-¡He dicho que no vas a ningún sitio! –grita Sofía tratando de imponer infructuosamente su autoridad.
-Y yo te he dicho que sí. –Lucrecia hace gala de un aplomo brutal, se mira al espejo y sonríe lascivamente al pensar el efecto que su generoso escote causará esa noche- No te preocupes, no pasará nada, no volveré tarde.
-Sí volverás tarde. –susurra Sofía perdiendo las fuerzas- Y sí pasará algo. Lucrecia por favor, por favor, quédate en casa, no pasará nada porque te pierdas una noche de juerga. Por favor, tengo miedo, tengo miedo de que te pase algo. Tengo miedo de que nos pase algo a las dos.
Pero la joven sonríe dando los últimos retoques a su maquillaje. Se vuelve y observa a Sofía, y por un momento parece mirarla con cierto cariño, se acerca hasta ella y la abraza, sus rostros se juntan y sus mejillas se rozan; durante unos segundos regresa la paz, regresa la calma y la complicidad, y entonces sucede. Sofía se mira de nuevo al espejo y se suelta el pelo, inclina hacia delante la cabeza y la alza de nuevo en un movimiento salvaje y felino, pasa el cepillo a su ralo cabello peinado hacia atrás, que ahora se torna en sexy y frondosa melena. Y ahora ya no está, Sofía no está, Lucrecia de nuevo ha vencido y una vez más es reina de la noche, poderosa reina, oscura y temible. La sensualidad, la perversidad y unas perfectas y sinuosas caderas avanzan resueltas hacia la puerta de aquella prisión de la que escapa siempre que puede, abre y un placer estremecedor sacude su cuerpo que aspira con ansia el helado aire nocturno. De pronto recuerda, sonríe de nuevo y regresa hasta el mueble del recibidor, abre el cajón y extrae una pequeña y brillante navaja, introduciéndola en su bolsillo. Se mira al espejo con satisfacción, ahora sí, ahora ya todo es perfecto.
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