El brillo azul despierta a la bestia. Frio y lejano, cálido y próximo, ese destello la mata y revive causándole mil convulsiones; termina y vuelve a empezar, consume su ser atizando las llamas ardientes, el fuego devora su alma inmortal que en esos momentos quisiera no serlo. Y cuando parece que ya se acabó, regresa de nuevo aún con más fuerza.
Ese brillo azul, y ahora la bestia ruge por dentro, araña con fuerza su jaula y desata su furia salvaje al ver que no puede salir. Arquea la espalda con desesperación y tensa su cuerpo fingiendo que nada le importa, muestra una apariencia fuerte y segura, fría y altanera, pero en realidad por el cráter se escapa la lava que empieza a fluir quemándolo todo a su paso. Arden tejidos, fibras y músculos, arden sus entrañas, su sangre, su piel, y siente la asfixia a causa del humo. Desea dejarse llevar, matar y morir, sucumbir al brillo que ciega su mente y provoca dolor y placer en su aura.
Se siente caer, se siente ya al límite de sus propias fuerzas, el oscuro velo de sus fantasías va debilitándose ante tal sobrecarga de estímulos. Deseos letales y ocultos anhelan salir, extraños instintos que inundan el alma con dulce veneno. Ese brillo azul azota a la bestia en lo más profundo, la atrae hacia así, la mira a los ojos, la embruja, la abraza, la besa, la empuja al abismo y la deja caer, tirando de ella al final para así evitar que llegue a estrellarse. Y cuando parece que ya se acabó, regresa de nuevo aún con más fuerza.
El brillo azul despierta a la bestia. Desata sus ansias mortales y aumenta ese morbo malsano y prohibido, sabe que si empieza no podrá parar, y eso le asusta, eso le da miedo, le aterra el destello que a la vez le atrae irremediablemente, le aterra perder mucho más que ganar, pero ni con eso consigue frenarse, y cuando la mente se impone con justa razón, el brillo de nuevo aparece y la bestia no deja de ser lo que es; salvaje, instintiva, e irracional; espontanea, visceral y apasionada. Y cuando despierta ya no existe nada que pueda pararla.
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