En un hangar al norte de Londres, donde en tiempos se fabricaron cazabombarderos, se levanta ahora el reino sombrío y mágico de Harry Potter. La visita arranca en el Gran Hall del castillo de Hogwarts y avanza por todos los escenarios donde Daniel Radcliffe y Emma Watson dejaron de ser niños. En ausencia de la pareja, nos dio la bienvenida el tercer mosquetero, el pelirrojo Rupert Grint, que admitió haber temblado de emoción al volver a pisar los estudios que fueron al mismo tiempo su escuela “alternativa”: “¡Dan ganas de ponerse a volar otra vez!”.
“La gente descubrirá que el mundo de Harry Potter era sorprendentemente “real””, explica sobre la marcha David Yates, director de las últimas cuatro entregas. “Los decorados son tan increíbles, el trabajo del equipo artístico es tan excepcional, que decidimos ir guardándolos por si los aprovechábamos en las siguientes películas”.
Ahora que se acabó la serie, llegó el momento de “materializar los sueños”, que por supuesto tienen un precio. Unos 120 millones de euros se ha gastado Warner Bros en adecentar los estudios de Leavesden, a una hora de Londres, que recibirán todos los días unos 5.000 visitantes. La entrada cuesta 34 euros, aunque la auténtica factura espera en la tienda de suvenires, con mención especial a la túnica del profesor Dumbledore (marca registrada), que sube por encima de los 400 euros.
El observatorio de Dumbledore, el laboratorio de las pócimas y el Ministerio de la Magia son otros de los platos fuertes de los estudios de Harry Potter, con la esperanza de convertirse en la Disneylandia de Gran Bretaña. Aunque la verdad es que no estamos ante un parque temático; se trata más bien de un viaje a los fantasmales entresijos de un estudio de cine, con todo su esplendor y toda su decadencia.
La moto con sidecar de Hagrid, el autobús Knight de dos pisos o el tortuoso puente de Hogwarts marcan el camino al Diagon Alley, con la increíble Joke Shop desplegando su largo centenar de artículos de humor negro. El banco de Gringotts y la tienda de varitas mágicas de Ollivanders nos trasladarán a ese Londres secreto, decadente y dickensiano que sirvió de inspiración a J.K. Rowling.
El diminuto Warwick Davis, en la piel del goblin Griphook, no oculta que su lugar predilecto es La Tienda de las Criaturas, con decenas de máscaras de cera nos saludan desde los anaqueles como espectros que han logado escapar horrorizados del otro mundo. En los estudios de Leavesden hay también sitio para un peculiar zoo de especies únicas, como el búho blanco Hedwig, la rata Scabbers y el gato persa Crookshanks.
El postre suculento o siniestro, según se mire, es la maqueta gigante de la Escuela de Magia y Hechicería; o sea, el castillo Hogwarts. Construida por 86 artistas a lo largo de seis meses, fue utilizada desde la primera a la última película de la serie. En su increíble interior se instalaron más de 2.500 pequeñas luces de fibra óptica, para simular las antorchas y las sombras de los alumnos por los pasillos del internado.
Pero lo que queda al final es el primer fotograma: se abre el portón y aparece el Gran Hall, con esa resonancia como de catedral gótica. El propio Rupert Grint nos invita recorrerlo de puntillas para evitar sorpresas. O a escapar si es posible con una escoba entre las piernas, ahora que los “muggles” (la gente sin poderes mágicos) han aprendido finalmente a jugar “quidditch”.
Fuente: ElMundo.es