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domingo, 28 de noviembre de 2010

LOS RELATOS DE SARA "ES UN ENCANTO"

Silvia despertó primero, como siempre, y miró a Fran, que estaba dormido a su lado. Era guapo, era sexy y hacía todo lo que ella quería. No es que fuera muy listo, pero qué más daba; su mujer, Celia, tampoco era una lumbrera, porque si no, ya hace tiempo que habría intuido que su marido se acostaba con su hermana. La conciencia de Silvia estaba constantemente ausente, nunca le había importado hacer daño a nadie, pero debía reconocer que a veces se sentía mal por enrollarse con el que era su cuñado. Sólo le duraba unos segundos, pero el ramalazo dolía, esa era la prueba de que tenía alma, aunque casi siempre estuviera encerrada bajo llave en algún lugar oculto de su ser; después aparecía Celia, tan estupenda ella, tan guapa, emitiendo luz propia, y se le pasaban los remordimientos... ¡jódete, hermanita!, siempre habían puesto a Celia por delante, siempre salía ganando en todo, “qué bonita es Celia”, “qué buena chica” y el comentario de rigor: “es un encanto”. En cuanto oía eso, le daban ganas de matar. ¿Es que ella no era nadie?; si, Celia era guapísima, rubia , con buena percha, con clase, educada y correcta, nunca levantaba la voz más de lo necesario y caía bien a todo el mundo. Silvia... Silvia tampoco era fea, de hecho, era guapa, pero al lado de Celia siempre salía perdiendo. Era morena, proporcionada, e igual de alta que Celia; aunque tuviera unos kilos más que ella, no le sentaban mal, pero es que Celia tenía estilo y ella... bueno, ella tenía a su marido, pensó riéndose para sus adentros, que es lo que hacía cada vez que su autoestima se empezaba a resquebrajar por la brillante aura de su hermana.

Se vistió intentando no despertar a Fran; no tenía ningunas ganas de hablar con él, ni de ver cómo se ponía pesado insistiendo en que se quedara; de hecho, no quería ni verle, por lo menos, “hasta la próxima”, como él se solía decir con un guiño siempre que se despedían. Pues nada, esta vez que hablara consigo mismo, porque cuando despertara, ella ya no estaría. Bajo a la recepción del hotel y salió lo más discretamente que pudo, después cogió un taxi para irse a casa. En el trayecto recordó ya por enésima vez, como había llegado a aquellos extremos. La primera vez que se acostó con Fran, ni lo había planeado; Celia había organizado una de sus elegantes fiestas y a Silvia, las amigas de su hermana le caían fatal, así que cuando ya llevaba dos horas allí, oyendo hablar de bolsos de Prada, de zapatos de diseño y del jodido botox, se fue sin disimular hacia el exterior de la casa, total, nadie la iba a echar de menos. Antes de cruzar la puerta, pasó por el mueble bar y cogió una botella de whisky, dirigiéndose al garaje, allí no la vería nadie, pero para su sorpresa, Fran estaba allí, con una lata de cerveza en una mano, y cuatro más en el suelo, vacías y abolladas. Su cuñado le sonrió de un modo que a ella no le gustó. Iba a marcharse a otro sitio, cuando le oyó hacer arcadas y vomitar y después se tambaleó a punto de caerse. Silvia corrió a sujetarle instintivamente y él la miró con los ojos vidriosos y como si fuera la primera vez que la veía en la vida. Cuando volvieron del garaje, media hora después, nadie les había echado en falta; ni sabe a dónde fue Fran, ni le importaba, ella se fue a pasear por la calle y a terminarse el whisky... ¿qué la podía ver la poli?, eso era lo que menos le preocupaba ahora; lo que acababa de ocurrir hacía unos minutos era lo que le impidió conciliar el sueño esa noche... se había acostado con Fran... ¡joder, con Fran!, ¡con su cuñado!; a la luz del día vio las cosas de otro modo, incluso pensó en confesarse con Celia y pedirle perdón, no estaba bien lo ocurrido, pero cuando ella fue a visitarla a su piso y entró con sus aires de princesa y echándole en cara el desorden que tenía allí, pensó maliciosamente: “si, pero yo me estoy tirando a tu marido”, y ese pensamiento es el primero que cruzaba por su cabeza siempre que Celia le restregaba su magnificencia, ya fuera conscientemente o no.


después de eso, fue un no parar; durante casi un año, Fran fue para ella más que un amante, una vía para noquear a su hermana, aunque Celia no se enteraba nunca de nada, pero a Silvia, la sensación de estar quitándole algo, de superarla en algún aspecto, le resultaba efímeramente triunfal. Y es que en realidad Fran nunca respetó a Celia; se casó con ella porque era guapa e ingenua y además, gracias a que iba a heredar, no vivirían mal; Fran trabajaba, pero ya se las arreglaría para dejar de hacerlo, con el favor de su mujercita. Celia era tan ingenua, que no se enteraba de nada; seguro que Fran la había engañado con muchas otras, y ella tan feliz. A Silvia le daba igual si su cuñado se acostaba actualmente con otra; lo que contaba es que ella se iba a la cama con un hombre guapo y que encima, era el hombre de su hermana... nuevamente los remordimientos le escocieron un poco, pero los ignoró y desaparecieron así, sin más.

Aquel sábado por la noche, su hermana la invitó a cenar en su casa; Silvia no tenía ningunas ganas de ir, pero como no tenía planes y sí los nervios crispados por su culpa –en realidad esta vez no había motivo, pero su aversión hacia Celia empezaba a ser permanente- , aceptó la invitación. Se arregló, no para Fran, sino para ella misma, le gustaba ir bien y sobre todo si tenía que competir con su hermana del alma; salió a la calle, cogió el coche y se fue hacia la casa de campo, pues era allí dónde Celia la había citado; no era habitual, pero tampoco imposible, podía ser que hubieran decidido ir a pasar allí el fin de semana... mejor para ese cabrón de Fran, la bodega que había en el sótano era enorme, pensó Silvia riendo con sarcasmo; había apostado consigo misma a que todas las botellas y los alambiques terminaban vacíos antes de que finalizara el año. Pues menudo era Fran, dándole al codo. En una hora, más o menos, se presentó allí y se dirigió a la puerta; llamó y Fran le abrió, haciéndole un guiñó y mirándole el escote; ella le dirigió otra mirada furibunda, no tenía ganas de tonterías esa noche, no estaba de humor. Cambió de idea cuando entró al salón y vio a su hermana con aquel vestido negro tan elegante, en realidad, Celia era la elegancia personificada, y le dio tanta rabia, que si por ella fuera habría cogido a Fran y le habría dado a su hermana la sorpresa de su vida.

-Hola querida- dijo Silvia con su acento remilgado.

-Hola –respondió secamente Silvia.

-¿Y ese vestido?, ¿es nuevo?.

-Sabes más que de sobra que es del año pasado; pues menuda eres tú en eso.

-Perdona, mujer, no me he dado cuenta, -respondió dulcemente Celia- como nos vemos tan poco...

“Si”, pensó maliciosamente Silvia, “últimamente veo más a tu maridito”; pero esto no lo dijo, claro, lo pensó. Miró a Fran, que ya empezaba a dar signos de ebriedad, y volvió a pensar como muchas otras veces, que en realidad no le gustaba nada, -excepto por su atractivo físico- y que tarde o temprano, le iba a mandar a freír espárragos. El seguía comiéndosela con los ojos y ella respondiéndole con otra mirada matadora. Al final se sentaron a la mesa y mientras cenaron, hablaron de cosas banales; Celia mencionó su clase de aeróbic, -“qué pesada”-, las últimas compras que había hecho en el centro comercial –“¿y a mí qué me importa?”- y le sugirió a Silvia que se apuntara también al gimnasio, -“¿a que me tiro al imbécil este aquí, y verás la cara que se te queda, pija ególatra?”- y cuando estaban ya con el café, -Fran con un vodka doble- y Silvia lamentaba inmensamente haber ido a cenar; Celia le entregó un sobre, sonriente.

-¿Qué es esto? –preguntó Silvia, recelosa.

-Un regalo –respondió Celia sonriendo triunfalmente.

Al abrirlo y extraer de él aquellas fotos, a Silvia le costó seguir respirando. La mirada de su hermana parecía despedir fuego, ¿y Fran?, pues a Fran le costó entenderlo, estaba tan pasado de copas que casi no se tenía en pie, pero cuando alcanzó a ver esas imágenes en las que él y su cuñada, no jugaban a las cartas, precisamente, se le pasó por completo la borrachera. La discusión que se originó inmediatamente, fue repentina, explosiva y fatal.

-Nena, –decía Fran atropelladamente, a causa del alcohol- nena, te juro que no es lo que piensas...

-Cállate, Fran –dijo Celia fríamente y clavando la mirada en su hermana, que no podía ni levantarse.

-Pero nena –insistió él- es que quiero explicártelo...

-¡Que te calles, he dicho! –respondió ella en tono crispado... ah, pues sabía enfadarse.

-Pero fue ella, nena, te juro que ella fue la que...

Silvia miró indignada a Fran y a punto estaba de levantarse y darle un buen puñetazo cuando aquel estruendo la aturdió; no se dio cuenta de lo que pasaba hasta que vio a Fran desplomarse en el suelo con la cabeza ensangrentada y a Celia sujetando aún una pequeña pistola que había sacado de no se sabe dónde... después concentró su mirada y su atención en Silvia, como si el cadáver de su marido no estuviera en el suelo... Silvia advirtió que la alfombra no estaba, y aunque aquello parecía una tontería, no lo era; significaba que Celia lo tenía todo planeado, a saber desde cuándo sabía lo que ellos se traían y lo había organizado todo para deshacerse de ellos; el quitar la alfombra tan sólo era por evitar tener que llevarla a lavar, eso podía ser un gran error... además su hermana era tan snob que incluso lo hizo por el aprecio que le tenía a aquel pedazo de tejido que resultaba demasiado caro como para pisarlo. Silvia no pronunció palabra, no sabía qué decir ni cómo decirlo y la prudencia le mantenía la boca cerrada... “la prudencia” –pensó riendo con amargura- “lo más prudente hubiera sido no involucrarse con el marido de su hermana, por mal que ésta le cayera”. Celia se dirigió hacia ella lentamente, con la pistola en la mano, y el brazo descansando sobre su cadera, balanceante. Miró con odio a Silvia, que estaba atónita, jamás había visto a su hermana así.

Horas después, según ya había amanecido, Lidia y Luz, paseaban a sus perros por la calle, y hasta que no estuvieron frente a ella, no la reconocieron. Llevaba unos vaqueros viejos, de los que usaba en la casa de campo para trabajar en el jardín –cuando tenía ganas- y una camiseta negra ceñida; tenía el pelo revuelto y un brillo extraño en la mirada.

-Celia, hija –dijo Lidia mirándola asombrada.

-Mamá... hola... –respondió la joven, recuperando la compostura y mostrando su mejor sonrisa.

-Pero... –titubeó Lidia, la tía Luz se había quedado muda- ... ¿de dónde vienes a estas horas?.

-Ah –rió alegremente Celia improvisando una respuesta- de recoger ropa vieja de la casa de campo, para llevarla al centro de rehabilitación.

-Qué amable eres, hija... –concedió Lidia- ... y dime, ¿la llevas ahí, en esos sacos?.

-Si, -asintió la joven cerrando la puerta del maletero, que se había dejado abierta descuidadamente- eso es.

-¿Quieres que te acompañemos?- dijo nuevamente su madre.

-Ay mami, -respondió dulcemente Celia abrazándola- ¡qué buena eres!, pero no, lo haré yo sola, vosotras seguid con vuestro paseo.

Y besándolas con cariño, fue a subir a su coche, para dar unas vueltas con él, meterlo en el garaje cuando su madre y su tía ya no la vieran y después a darse una ducha relajante; un café caliente sería la ayuda ideal para decidir a dónde iba a llevar a esos dos; cualquier sitio sería mejor que lo que ambos merecían.

-Por cierto, hija –dijo Lidia antes de que Celia se subiera al auto- ¿no habrás visto a tu hermana, verdad?.

-No, mami- dijo Celia con una inocente sonrisa- no te preocupes, estará por ahí con sus amigos, ya sabes que a ella le encanta divertirse.

-Tienes razón –respondió Lidia- anda ve, no te entretengo más. Y dale recuerdos a tu marido.

-Claro, mami, de tu parte.

Y subió al coche; arrancó, y avanzó calle arriba bajo la mirada cálida de su madre y su tía. Esta última dijo, con admiración:

-Ay, Lidia, qué orgullosa has de estar; tienes una hija guapa, fina, elegante, y además, solidaria.

-Si, -respondió Lidia satisfecha y alzando la cabeza- es un encanto.


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