¡Dios!. No hay nada peor que estar tan tranquila y llevarte un buen sobresalto. Eva estaba en su cuarto leyendo un libro, una novela rosa de Danielle Steel: Una imagen en el espejo, y de repente se dió cuenta de que ya se había bebido varias copas de vino y que su naturaleza la llamaba desde el retrete; se dirigió hacia allí y entró al lavabo para relajar una necesidad que ya empezaba a ser imperiosa. No se había sentado aún en el inodoro cuando algo llamó poderosamente su atención; la mampara traslúcida estaba entreabierta pero la bañera no estaba vacía, la sombra que a través de ella se veía le causó una extraña impresión de angustia y desazón. Se asomó atolondradamente y un grito desgarrado se escapó de su garganta mientras aquel líquido desbordaba la bañera y discurría oscuro y pegajoso hasta sus pies. Ana estaba allí, desnuda y sumergida en un macabro baño, se había cortado las venas y la sangre teñía el agua ya fría y jabonosa. La visión era horrible y Eva quedó paralizada durante unos segundos sin querer creer lo que veían sus ojos. ¿Por qué su hermana había hecho aquello?, ¿por qué quería matarse?.
Eva y Ana Durán eran dos hermanas gemelas tan similares como diferentes entre sí; tenían 32 años y ambas eran esbeltas y muy guapas; con el cabello negro y unos ojos enormes y azules, físicamente eran como dos gotas de agua pero personalmente eran tan distintas como la noche y el día. Eva era tranquila, serena y poseía el señorío de quién no tiene ni una sola preocupación en la vida, y era para no tenerla, ambas nacidas en cuna de encaje, por decirlo de algún modo, se diferenciaban en que mientras Eva tenía unos estudios universitarios y había hecho un máster en París sobre diseño gráfico, Ana era un espíritu libre, había dejado el colegio en cuanto tuvo edad para decidir por sí misma y se dedicaba a subsistir a base de trabajos esporádicos, ejerciendo de camarera, dependienta, y lo que surgiera, cualquier cosa menos canguro, no le gustaban los niños, mientras que Eva deseaba fervientemente quedarse embarazada después de tres años de casada; Tomás, su esposo, no tenía tanta prisa, pero tampoco se había negado, su marido era un elegante, discreto y hermético abogado al que a veces ella creía no llegar a conocer bien, lo cual tampoco le quitaba el sueño, era un hombre responsable, solvente y sobre todo, muy guapo; muchas de sus amigas le envidiaban por tener un marido tan atractivo y ella fingía no disfrutar con ello, aunque secretamente estaba encantada. Ana llevaba dos meses viviendo con ellos de modo temporal, a causa de su irresponsabilidad y de una acalorada discusión con el dueño de la discoteca dónde había trabajado durante los últimos ocho meses –todo un récord, tratándose de Ana- se había quedado sin empleo y al no poder pagar el alquiler del pequeño piso en el que vivía, la habían echado a la calle, de modo que de momento, su hermana y su cuñado la habían acogido, aquella casa era enorme y había sitio de sobra.
Eva salió de su ensimismamiento y olvidándose del vino, que pugnaba por seguir su curso natural a través de su vejiga, se dió la vuelta y echó a correr hacia el recibidor, inexplicablemente la puerta estaba abierta y sin pararse a pensar el por qué, salió al majestuoso rellano del edificio en el que vivía, gritando y pidiendo ayuda desesperadamente, desbordando histeria y esperando que alguien abriera su puerta y la ayudara a socorrer a Ana, deseando fervientemente que no fuera demasiado tarde. No obtuvo respuesta alguna y el pánico se apoderó de ella, no era posible, no podía ser que en aquel amplio corredor todos los apartamentos estuvieran vacíos; no se detuvo a pensar en ello, tenía que hacer algo, en medio de su horror ni siquiera se le ocurrió llamar por teléfono para que enviaran una ambulancia y corrió hacia el mostrador en el que el portero solía recibir y anunciar a las visitas; casi se cae escaleras abajo en su loca carrera, iba con las zapatillas de casa y no le resultaba fácil correr con ellas sin tropezar, no estaban hechas para ir con prisas, evidentemente. ¿Dónde coño estaba Ernesto?; el elegante caballero de mediana edad uniformado no estaba en su puesto y las hojas dobles del portal estaban abiertas de par en par, una enorme estantería de caoba que le resultaba familiar estaba colocada entre ellas, bloqueando el paso; aquel mueble le resultaba familiar y en medio de su confusión, acabó por reconocerlo, era la librería que Tomás tenía en su despacho, al que ella apenas entraba, por eso y por la desesperación que cegaba su razón no lo había reconocido inicialmente. ¿Qué hacía allí la estantería de Tomás?, y aún más, ¿dónde estaba Tomas?; lanzó una mirada fugaz al reloj de pared de la portería y vio que eran las nueve de la noche, su marido a veces volvía tarde de trabajar, hacía muchas horas extra, pero los viernes no, eso jamás, era algo que se había prometido a sí mismo cuando se casaron y lo cumplía a rajatabla, así que ya debería de estar en casa, desde hace un par de horas por lo menos... tal vez se había parado a tomar una copa con algún cliente, pero no se detuvo mucho a pensar en ello, su hermana la necesitaba y jurándose que le diría a Ernesto lo que pensaba de su inoportuna ausencia en cuanto lo peor hubiera pasado, echó a correr escaleras arriba de nuevo, iría piso por piso si era necesario, echaría las puertas abajo si hacía falta pero alguien tenía que ayudarla; tampoco cayó en que podía haber subido en ascensor, ¿pero para qué?, iría al primer piso y de allí hasta el octavo, en el que ella vivía, dando alaridos y voces de alarma hasta que alguien saliera a ayudarla.
No lo podía creer. Gritó hasta que no le quedó voz, lloró y escupió toda su histeria durante minutos que a ella le parecieron horas y ya se sentía al borde del desmayo cuando oyó una voz que le hizo recuperar la esperanza... ¡Alicia!, ¡era Alicia!; Eva ya iba por el sexto piso y escuchó la voz de su mejor amiga en su propio rellano, Ernesto también parecía encontrarse allí y corrió aún más rápido sacando fuerzas de la nada, deseando echarse en los brazos de la que era su confidente fiel e inseparable desde que era niña. Cuando llegó a su piso, miró angustiada hacia la puerta de su apartamento, vio que seguía abierta y que Alicia y Ernesto entraban a su interior; tal vez Tomás hubiera llegado ya, puede que mientras ella bajaba por la escalera él hubiera subido por el ascensor y al encontrarse a Ana en aquel estado hubiera levantado la voz de alarma; Eva llamó a Alicia a gritos, esperando que se volviera y la acogiera en sus brazos, pero su amiga ni se inmutó, se dirigió dentro del apartamento y parecía llorosa y muy afligida; Ana y Alicia nunca se cayeron bien, pero para ésta última debió ser horrible recibir la noticia de que la hermana de su mejor amiga había intentado suicidarse en la bañera... aún así, ¿por qué nadie le hacía caso?, ¿por qué nadie la escuchaba?. “Joder, ¿es que nadie me oye?”, pensó aterrada y enfadada.
Se precipito por el pasillo y entró al apartamento, corrió hacia el baño y cuando llegó a la puerta, se quedó plantada en ella sin entender. La conversación entre Ernesto y Alicia, que lloraba amargamente, le resultó incomprensible.
-Trate de calmarse, señorita Campos, hemos de esperar a la policía, ya les he llamado.
-Pero no entiendo... –sollozó Alicia- ... ¿por qué ha hecho esto?, ¡¿por qué?!.
-Verá... ha sido todo muy repentino. Anoche vi marcharse al esposo de la señora Durán, iba a acompañado de la hermana de ella, esa criatura escandalosa y alocada... si me permite, por mucho que se parecieran físicamente, esa joven jamás tuvo la clase que tenía su hermana, la señora Eva...
-¡Deje eso ahora, Ernesto, se lo ruego! –le interrumpió Alicia gritando.
Su amiga volvió a estallar en un llanto aún más apenado y Eva la miró perpleja. Ya no tenía ganas de orinar, y era incompresible, porque lo normal habría sido que con todo aquel jaleo, se le hubiera escapado su humanidad entre las piernas. Entonces se percató de que llevaba los vaqueros mojados, y también estaba completamente empapado el viejo pero confortable suéter de punto que solía usar cuando estaba en casa, y que era exactamente el mismo que Ana llevaba puesto ahora, ¿desde cuándo Ana tenía un jersey igual que el suyo?, ¿y tan desesperada estaba como para meterse en la bañera a suicidarse sin ni siquiera desvestirse?, con lo que a su hermana le gustaba andar desnuda, si vas a matarte, hazlo a tu gusto.
-Tiene razón, perdóneme, no ha sido muy apropiado el comentario. –respondió avergonzado el portero- En fin, iban cogidos de la cintura y aunque Don Tomás... el señor Villar, quiero decir, se moderó un poco, ella no le quitaba las manos de encima, iba literalmente manoseándole y él tan sólo se detuvo unos instantes para anunciarme que se marchaba y que hiciera el favor de estar pendiente por si la señora Eva necesitaba algo. Ahora que lo pienso, su tono denotaba culpabilidad y en ese momento no comprendí por qué llevaba aquella maleta y aquella desvergonzada... la señorita Ana, le acompañaba. Debí percatarme al instante que el señor Villar estaba abandonando a su esposa y se marchaba con su cuñada. Señorita Campos, uno ya es viejo y la cabeza no le funciona cómo es debido, pero eran las dos de la madrugada y aunque pensé en subir aquí y preguntarle a la señora si se le ofrecía algo, ni me parecieron horas ni quise inmiscuirme en algo que no era de mi competencia. Ojalá hubiera subido, ojalá. Hoy el señor Villar nos pidió que recibiéramos a los de la mudanza, venían a recoger un mueble que él quería trasladar al piso en el que ahora viven él y esa fulan... quiero decir la señorita Ana; la señora no abría la puerta, así que después de llamarla varias veces por teléfono y ver que no respondía, usé mi llave en última instancia, temiendo que hubiera ocurrido algo grave. Vaya usted a su habitación si lo desea; por lo visto se pasó la noche llorando, leyendo noveluchas rosas y bebiendo más de la cuenta... la botella está rota, es lo que debió usar para... ya sabe.
Los repentinos recuerdos inundan la cabeza de Eva con un dolor agudo que atraviesa un cuerpo que ya no es cuerpo, porque ella ya no está, o más bien si, pero no allí, en pie ante su amiga con la que ya no podrá volver a hablar y a la que no podrá consolar por algo que ella misma le ha causado, no puede hacerlo desde esa bañera desde la que ya no saldrá por su propio pie.
Alicia da cada vez más rienda suelta a su llanto y ella la observa en medio del dolor y la consciencia que su aun confundida alma inmortal está empezando a recobrar. Eva también quiere llorar. Le gustaría hacerlo, pero ni eso puede ya permitirse y es que por mucho que lo desee, los muertos no lloran.
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