La carretera estaba desierta, no venía ningún coche. Aún así, caminaba por el lado izquierdo, de cara a los coches que pudieran venir de frente, como se requería. Hacía mucho frío, y aligeré el paso no sin pensar una vez más que debí esperar a que amaneciera para marcharme de allí, pero es que no quería que me viera nadie, así que una vez terminé de cenar, cogí aquel bolso de viaje en el que había metido lo más imprescindible y tras ponerme el abrigo, salí de casa a pie, dispuesta a irme lo más lejos posible. Era ridículo, ¿de qué tenía miedo?; yo nunca había sido una persona supersticiosa, ni impresionable, aunque un cúmulo de circunstancias desagradables pueden llevarte a la sugestión, y de ahí al pánico, entonces estás perdida.
Dieciocho años; dieciocho malditos años de esclavitud junto a quién debería haberse responsabilizado y cuidado de mí y de una situación que por inesperada que fuera, no le daba ningún derecho a convertir mi vida en un infierno. Cuando yo tenía diecisiete, perdí lo único bueno que había en mi vida, a mi madre. No viene al caso entrar en detalles, sólo diré que un cáncer arrasó con su salud en cuestión de unos pocos meses y quedé al cargo de mi padre, que era cualquier cosa menos eso, un padre. Tampoco me extenderé; se pasaba la mayor parte del día fuera, bebiendo, y en el fondo era un alivio, porque las pocas veces que estaba en casa, si no dormía la borrachera, estaba dándome gritos, llamándome inútil, estúpida, diciéndome que no servía para nada, y hasta me llegó a pegar algunas veces. Con el tiempo aprendí a manejar la situación y trataba de evitar sus agresiones en la medida de lo posible, no siempre lo lograba, pero sí la mayor parte de las veces, y así durante dieciocho años, casi dos décadas en las que mi existencia fue un ir y venir de momentos angustiosos cada vez que mi progenitor se levantaba por las mañanas o regresaba de sus incursiones etílicas. El día que murió tenía el hígado prácticamente desintegrado, pero su alma aún albergaba un odio y un rencor que nunca llegué a comprender, siempre parecía encontrar una excusa para culparme de todo y para hacerme responsable de su propia desgracia. No lograba olvidar que en su lecho de muerte y con la mirada llena de furia, me dijo que no pensara por nada que me libraba de él, que aquí no acababan las cosas y que volvería, volvería de dónde fuera para atormentarme.
Cualquiera que oyera esas palabras, las atribuiría a la demencia senil de un viejo loco que no acepta que ha acabado con todo de la manera más degradante, e incapaz de asumir que es el responsable de su propia destrucción; otra persona no le habría hecho caso, pero yo si, yo se lo hice, porque no puedes vivir con el diablo sin comprobar lo maligno que puede llegar a ser, y a esas alturas el nivel que habían alcanzado mis pesadillas empezaba a sobrepasar los límites de lo razonable y lo sobrenatural. ¿Y si volvía?.
Después de tres meses práctica e inexplicablemente encerrada en casa, decidí marcharme; no podía seguir oculta el resto de mi vida y además era absurdo, porque en aquella casa había vivido los momentos más desagradables de mi juventud y mi entrada en la edad adulta, en aquellas cuatro paredes convivía con todos mis temores y eso debió empujarme a salir al aire libre, a recuperar mi libertad, pero sólo me aventuraba a salir un día por semana y bien temprano, a hacer la compra en el mercado, y no lograba dar un paso sin mirar atrás, sin sentir su presencia cerca de mi, como si realmente fuera a regresar de la muerte para continuar torturándome. No podía seguir así, una persona no puede permitirse esa actitud y menos a los treinta y cinco años, ya no era ninguna niña, y al final logré reunir el valor suficiente para marcharme, esa misma noche, cuando todo estuviera oscuro y nadie me viera ni me hiciera preguntas.
En todo esto iba pensando mientras caminaba a paso firme por el arcén, tratando de permanecer serena, y casi lo había conseguido. Casi había logrado ahuyentar a mis demonios cuándo pasé por delante de la puerta del cementerio y algo me hizo detenerme. Estaba abierta. La verja tenía la cadena quitada y estaba levemente entornada. Aquello era muy raro, porque el vigilante cerraba a las ocho de la tarde y eran las doce de la medianoche, ¿qué hacía abierta la verja a esas horas?. Miré a un lado y a otro sin localizar a nadie que pudiera darme una explicación razonable de aquello; debí marcharme, debí seguir mi camino, pero la curiosidad es una cualidad humana inevitable, así que empujada no sé bien por qué, entré en el cementerio. Avancé entre las tumbas sorprendida de mi propio atrevimiento, pero algo me atraía irremisiblemente hacia el interior de aquel lugar que de noche era más siniestro aún que a la luz del día. Caminé como un autómata entre nichos y flores y cuando quise darme cuenta, estaba ante su tumba. O ante lo que quedaba de ella, porque cuando bajé la vista hacia el suelo comprobé con horror que faltaba la lápida, no estaba, la habían quitado y con los ojos desorbitados, sin poder pronunciar palabra, me asomé levemente a la fosa esperando ver...
... entonces oí a aquella lechuza, tan sólo se trataba de una indefensa ave nocturna que ululaba en la oscuridad, como lo hubiera hecho cualquier otra de su especie, pero me sobresaltó, me sacó del bloqueo mental ante el que no lograba reaccionar y grité, de mi garganta surgió un grito breve y agudo y eché a correr hacia la salida. Quería irme de allí, nunca debí entrar, nunca debí tentar a la suerte como lo había hecho, pero ahora ya era tarde, lo único que podía hacer era escapar no sólo de aquel lugar, sino del alma maldita de aquel que volvía a buscarme, tal y como había prometido hacer. Mis tacones se clavaban en la tierra húmeda y blanda y terminé por perder un zapato; no regresé a por él, que se lo quedaran los muertos, yo lo único que quería era marcharme de allí, pero el pánico hizo mella en mi cabeza y de un modo inexplicable, me perdí en medio de aquel lugar que conocía perfectamente, era el cementerio dónde también estaba enterrada mi madre, a la que había ido a llevar flores tantas veces, y en el que también estaba mi padre, aunque desde su entierro no hubiera visitado su tumba hasta ahora. Recorrí un muro tras otro completamente confundida, como si fuera la primera vez que estaba allí y me resultara desconocido, y al girar uno de los panteones vi algo que me dejó clavada en el suelo, totalmente horrorizada. Allí, entre la fría niebla nocturna, vi una figura que permanecía en pie al final de una de las hileras de tumbas. Me quedé completamente inmóvil, respirando con dificultad tras la carrera y mirando a aquella sombra sin saber qué hacer; hasta que la vi avanzar hacia mi, aquella tenebrosa y desconocida figura empezó a aproximarse con decisión y volví a gritar de nuevo presa del horror, traté de moverme, pero las piernas no me obedecían, las sentía completamente bloqueadas y mis pies pegados al suelo; al final conseguí reaccionar, empezar a correr, hacia dónde fuera, seguida de aquel que venía tras de mi gimiendo desagradablemente como si tratara con ello de atraer mi atención. Era espantoso, y corrí, corrí desesperadamente hasta que al dar un nuevo giro en uno de los muros cargados de nichos, vi la puerta de salida, ¡por fin!. A toda velocidad alcancé la verja de entrada y la crucé tratando de llegar de nuevo hasta la carretera; lo logré, lo logré a tiempo de ver aquellos dos potentes faros que se cernían sobre mi...
-¿Y cómo dice que se llamaba esta chica?. –pregunta el policía con gesto apenado.
-Susana. Susana Ramos, era vecina del pueblo, -responde Juan, el enterrador, con gran esfuerzo, parece que no le sale la voz-; pobrecilla, se quedó sin madre desde muy joven, y vivía con su padre, un borracho indeseable que le hacía la vida imposible; el maldito viejo murió hará unos tres meses, yo mismo lo enterré, justo en esa tumba que tiene la lápida rota.
-Perdone, -insiste el policía- no le he oído bien, ¿dice que la lápida estaba rota?.
-Si, la destrozaron unos vándalos hace un par de noches, pero Susana no sabía nada, porque no venía a visitarla, íbamos a ir a avisarla, pero no sabíamos cómo, se había encerrado en su casa y apenas salía, ni siquiera abría si llamabas a su puerta... disculpe si le cuesta entenderme, pero he pasado una gripe que me dejó sin voz, hace una semana que empecé a recuperarme y aún me cuesta hablar.
-Comprendo. ¿Y qué cree usted que hacía aquí esta infortunada señorita a estas horas?, ¿por qué estaba abierto el cementerio?.
-Lo que ella estaba haciendo aquí, es algo de lo que no tengo la menor idea, y creo que nunca lo sabremos, pero parece que se marchaba a algún sitio, por la bolsa que llevaba consigo. Yo había abierto porque esta tarde me dejé aquí la medicación, soy asmático y no puedo permitirme el olvidar mi inhalador, así que regresé a por él, debí cerrar la puerta tras de mi cuando entré, pero como tan sólo pretendía permanecer aquí unos minutos, me la dejé entreabierta, ella debió verlo y entró, no entiendo por qué, pero lo hizo.
Una ambulancia se lleva el cuerpo de Susana mientras un afligido conductor está sentado en una piedra del camino, los servicios médicos le atienden, tratan de calmar a un manojo de nervios e histeria que no logra entender cómo de repente aquella mujer surgió de la oscuridad y se plantó en medio de la carretera.
-Corrí tras ella, -continuó Juan con un hilo de voz- y traté de llamarla para tranquilizarla, para ver qué le ocurría y preguntarle si podía ayudarla, pero apenas me salía la voz, todavía estoy afónico. Ella no paraba de gritar, estaba absolutamente histérica y su atolondramiento la hizo salir hasta la carretera. Qué pena, en el pueblo se llevarán una buena impresión cuándo se enteren, tenía fama de ser una chica cabal y responsable, y por cruel que resulte, es una lástima que haya acabado así, ahora que se había librado del monstruo de su padre.