El gesto de Madison Crane se contrajo de miedo y aprensión. La cobra que tenía frente a ella la observaba desde una distancia de poco más de un metro, aproximadamente. Si fuera por ella, se hubiera levantado de un salto y ahora mismo estaría corriendo camino de su casa de Londres. Charlie estaba entre ambas con la mano alzada, sosteniendo un enorme machete que esperaba dejar caer en el momento oportuno. El sudor le corría por todo el cuerpo y la sola idea de que la cobra mordiera a Madison se le hacía aterradora. Se pasaba el día riéndose de ella, pero ahora no recordaba ni una sola de las pullas que le solía dirigir de modo constante, aquella serpiente podía matar a aquella reportera pelirroja que tantos quebraderos de cabeza le daba, pero que también empezaba a caerle bien. La cobra miraba fijamente a Madison, estaba plenamente concentrada en su potencial presa y no parecía ver el gesto amenazador que Charlie hacía con el machete, lo cual no significaba nada bueno, él sabía perfectamente que aquellos animales eran tan mortíferos como rápidos y por eso ni Madison debía intentar huir, ni él errar el golpe; el objetivo era matar a la cobra antes de que ella atacara Madison, quién ya empezaba a darse por muerta.
-¡Charlie, por favor! –susurraba la joven aterrorizada sin mover un solo músculo- ¡por favor, por favor!
-Ssssttt... calla, joder... –respondía a su vez Charlie susurrando también- ... no hables siquiera.
La cobra seguía inmóvil, y así parecía que iba a quedarse cuando saltó sobre Madison repentinamente, describiendo un arco en el aire que fue atajado de un hábil golpe por el machete de Charlie, y cayó al suelo partida en dos, con la cola aún moviéndose y la cabeza rodando y mostrando aquellos agudos colmillos; por fin Madison empezó a correr dando gritos, su loca huída fue frenada por los brazos de Sabal, aquel enorme nativo que les acompañaba y que riendo a grandes carcajadas, evitó que se adentrara en la selva en la que seguro había no una cobra, sino un batallón entero de ellas.
-¡Déjame Sabal, me voy, me voy de aquí! –gritaba Madison.
-¿Qué se va usted?, jajaja, ¿a dónde va a ir sola? –respondía Sabal entre grandes carcajadas.
-Me marcho. ¡Ya no aguanto más!, ¡nunca debí aceptar este trabajo y me marcho ahora mismo!
-¡Suéltala, Sabal!, –intervino Charlie sonriendo con calma y secándose el sudor de la frente- que quiere irse, pues nada, que se vaya, aquí no retenemos a nadie.
Madison dejó de forcejear y se giró hacia Charlie, tratando de ocultar su vergüenza con aparente indignación; aquel hombre, por guapo que fuera, le crispaba los nervios y se encaminó hacia él con decisión, de buena gana le hubiera dado una bofetada, pero no sería muy propio, teniendo en cuenta que le acababa de salvar la vida.
-Charlie, joder, puede que para ti esto sea muy normal, -le dijo apretando los dientes y tratando de conservar la calma- pero para mi es un calvario, ¡que casi me muerde esa jodida serpiente!, y tú tan tranquilo, coño; ¡yo con un susto que no puedo y tú y este tío muertos de risa!
-¿Pero qué quieres, Madison?; si es que una vez resuelto el problema ha sido de lo más cómico verte saltar como una de esas ranas que pueblan el río, jajaja, no te enfades, mujer...
-¡Silencio!, –exclamó Sabal repentinamente, interrumpiendo la broma- ¿no oyen ustedes?
Madison y Charlie aguzaron el oído y si, de lejos parecía llegar un murmullo que no auguraba nada bueno; era increíble ver con qué facilidad Sabal era capaz de escuchar lo imperceptible, que aún estando lejos, había oído en medio de la ruidosa discusión. Charlie se echó la mano al cinto como si quisiera asegurarse de que el hallazgo continuaba ahí, y en efecto, así era; la gema seguía en el interior de aquella pequeña bolsa de lona que llevaba atada en su grueso cinturón, y ahí tenía que estar. Tras comprobarlo, agarró con fuerza el brazo de Madison y a un gesto de Sabal, se ocultaron tras unos enormes árboles cargados de maleza y plantas que se enredaban a su alrededor, allí era difícil verles, lo malo era que no les había dado tiempo a retirar las tiendas, eso y los restos de una fogata delataban su presencia, o cuando menos, su estancia allí, así que habría que pensar en algo para eludir a sus perseguidores.
-¡A correr! –exclamó Charlie haciendo lo propio a toda velocidad.
-¿Qué pasa?, ¿a qué viene esto? –exclamó Madison indignada.
-Cállese, señorita Crane, o tendremos problemas.
-¡A mi no me mandes callar o...! –empezó a gritar Madison sin poder acabar de hacerlo.
-Madison, si no cierras el pico voy yo mismo a buscar una cobra para que te haga compañía. –susurró furioso Charlie, tapándole la boca con una mano- ¿es que no ves que esos tíos nos andan persiguiendo?
La joven abrió mucho los ojos, en gesto de horror, y Charlie apartó la mano de sus labios dándose cuenta de que no volvería a gritar. De hecho, pareció quedarse completamente muda; no lograba entender qué sucedía y por qué los seguían; es más, no aceptaba el hecho de que Charlie y Sabal supieran que llevaban a alguien tras ellos y no le hubieran dicho nada. Ella era una periodista de ciudad, no debería estar allí, ¿qué hacía en aquel estercolero con aquellos dos locos?; salvar su carrera y su puesto de trabajo, o al menos eso suponía. Después de los últimos dos artículos que escribió y que su jefe calificó de “basura”, estuvo a punto de ser despedida, pero finalmente no fue así, sino que la enviaron a cubrir la ruta de aquel Indiana Jones de tres al cuarto al que el museo británico había encargado la recuperación de una piedra preciosa. La gema había sido robada del museo y aunque al principio su desaparición fue un misterio, finalmente se llegó a la conclusión de que los nativos de aquella menospreciada tribu de Africa del Sur habían logrado llevársela a saber cómo; Charlie tenía la misión de recuperarla y es lo que había hecho hacía menos de 48 horas. Madison esperó en el campamento acompañado de Sabal mientras aquel aventurero atractivo y carente de clase se había aproximado al poblado. Horas después, bien entrada la noche, volvía con la piedra en su poder, y lo más curioso fue esa obsesión por recoger el campamento a las cuatro de la madrugada y emprender el viaje de vuelta... ¿es que no podía esperar al día siguiente?, ya logrado su objetivo y con el sueño que ella tenía... pero claro, qué ilusa era, ahora lo entendía todo, Charlie se había llevado la gema por las bravas y ahora que los habitantes de aquella tribu se habían percatado de ello, corrían a recuperar su preciado tesoro, armados hasta los dientes y dispuestos a acabar con sus vidas en el empeño si era necesario. En ese momento, el incidente de la cobra le pareció ridículo en comparación con lo que podía sucederles si aquellos salvajes daban con ellos.
Madison pensó que si los nativos no mataban a Charlie, lo haría ella misma. Pero claro, si acababan con Charlie significaba que a ella la habrían matado primero, así que, ¿para qué cegarse en un odio que tal vez no tuviera objeto sentir? Y Sabal parecía tan tranquilo, aunque nada más lejos de la realidad, aquel enorme gigante de ébano tan sólo trataba de mantener la calma y el silencio en pos de no ser descubierto; Charlie y Sabal se miraron mutuamente y el primero asintió con la cabeza como si leyera los pensamientos del segundo, a Madison le daba mucha rabia esa especie de conexión mental que había entre ambos y a punto estuvo de dar un grito de rabia olvidando torpemente la situación en la que se encontraban cuando Sabal se arrastró por la hierba y de entre unos matorrales, tiró de una cuerda que apareció entre la maleza, y en el mismo momento en que los nativos hacían acto de presencia en su campo de visión, una gran red salida de quién sabe dónde, cayó sobre ellos atrapando al menos a media docena; Charlie se levantó entonces descubriendo su posición y alzó la mano en la que llevaba el machete, pensando en correr hacia sus perseguidores y a ser posible, tan sólo amedrentarlos, pero éstos no se echaron atrás e incluso uno de ellos enarboló una enorme lanza que levantó en alto con la clara intención de clavarla en el cuerpo de Charlie, que reaccionó deprisa y sacando la pistola, le acertó entre ceja y ceja de un solo disparo, dirigiéndose a continuación hacia los que le seguían y haciendo lo propio con ellos. No hubiera querido matar a nadie, pero estaba claro que era una de esas ocasiones en las que es imposible evitarlo. Los furibundos nativos cargaron contra ellos con mucha más rabia y Charlie, tratando de ganar tiempo, se giró hacia sus compañeros gritándoles aquella frase tan típica de él y que repetía con rotundidad cuando se veían en apuros: ¡A correr!
Madison pensó cuántas veces en su vida habría repetido Charlie aquellas palabras, puede que hasta saltando por la ventana de la casa de algún marido ultrajado, daba el tipo de donjuán atolondrado y trasnochado que va por ahí haciendo lo que le da la gana; en estos pensamientos estaba mientras corría, cuando empezó a gritar ya a pleno pulmón al percibir que dos de los nativos se abalanzaban sobre ella armados con enormes cuchillos de estilo muy rudimentario, estaba más que claro que sus intenciones no eran amistosas y la hubieran matado si no llega a ser por Sabal, que la levantó en alto y la apartó del radio de acción de aquellos dos salvajes; uno de ellos logró alcanzar a aquel gigante con una de sus armas, haciéndole un corte en un brazo que no fue demasiado profundo, pero del que empezó a manar sangre sin parar; Sabal se giró y de un solo movimiento de su brazo, dio un fuerte puñetazo a su atacante mientras que con la otra mano golpeaba con fuerza en la cabeza al otro. Después buscó a Charlie con la mirada y le vio rodeado de tres de aquellos salvajes, que eran los que quedaban en pie y estaban a punto de acabar con el investigador aventurero, se le habían acabado las balas y la intervención de Sabal le vino caída del cielo, de modo que en cuestión de minutos los tres últimos atacantes fueron despachados.
La calma volvía a reinar en medio de aquel claro selvático y tan sólo se oían los trinos de aquellos pájaros tropicales y el llanto de Madison que no cesaba. Empezó a pensar que su jefe quería librarse de ella de veras, ¿y si no salía de allí con vida?, ¿y si moría en medio del corazón de la selva, lejos de su familia, lejos de su amado Londres? Charlie pareció leer sus pensamientos y se acercó a ella mostrándole un amistoso gesto que en un principio ella aceptó gustosa, aún presa del miedo, pero que pocos segundos después rechazó apartándose de él y echándole en cara injustamente el haberla puesto en peligro. Charlie escuchó sus reproches en silencio, peor no por no tener argumentos para responderle, sino porque aún le faltaba el aliento y no tenía apenas fuerzas para discutir con la guapa pero insufrible periodista. Sabal fue quién interrumpió el discurso poniendo paz de nuevo en aquel momento y recordándoles que debían recoger sus cosas y reanudar su regreso.
Recorrieron docenas de kilómetros alternando el paso ligero con lentas caminatas y deteniéndose lo menos posible para comer y descansar, aún a sabiendas de que sus perseguidores ya no andaban tras sus pasos, pero es que aunque ninguno de ellos lo reconociera, no sólo era Madison quién deseaba regresar por fin a la civilización; los ánimos se calmaron y hasta mantuvieron charlas de tono relajado y cordial, Charlie se aseguró de que la preciada gema y por cuyo rescate le pagarían una buena suma, seguía en su lugar, Madison soñó con su nueva reputación como periodista seria al recuperar la confianza de su jefe con un excelente artículo cargado de buenas fotos, y Sabal sólo quería llegar a Londres, y de allí, coger el tren hacia su pueblo en el que su esposa y sus hijos le esperaban ansiosos; su trabajo era su vida, y era un excelente guía e intérprete, pero su familia era lo más importante.
Durante tres días y tres noches avanzaron sin descanso, pero afortunadamente, sin más incidentes desagradables hasta que llegaron a la orilla del río; Madison afirmó categóricamente no estar dispuesta a vadearlo por muy poco profundas que fueran sus aguas, y Charlie y ella estaban a punto de enzarzarse en una nueva y acalorada discusión ante la paciente mirada de Sabal, cuando un fuerte rugido a sus espaldas les hizo girarse y un enorme tigre que permanecía sobre una roca, les miró con cara de tener un hambre voraz y una facilidad pasmosa para devorar todo cuánto se le ponía por delante.
Los tres aventureros se miraron entre sí, y casi sin ponerse de acuerdo, hicieron lo mismo que Charlie, quién palpando la bolsa de lona y sujetándola bien para evitar perderla, -eso jamás-, se adentró como alma que lleva el diablo aguas adentro gritando: ¡A correr!
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