Cuando acabaron de ponerse debidamente los trajes, se dirigieron hacia la escotilla. La entrada se abrió y los tres hombres salieron a la sala de despresurización; la nave hacia ya una hora que había aterrizado y los humps estaban allí esperándoles. Abrieron las portezuelas y aquellos enormes depósitos quedaron llenos con el contenido de las sacas que les habían adjudicado. A continuación cerraron de nuevo las puertas y subieron a los humps dispuestos a salir al exterior. La enorme puerta de la nave se abrió lentamente, mostrando una vez más aquel paisaje desangelado. La mirada de tristeza de los tres hombres duró apenas unos segundos, pero nunca lograban hacer su trabajo anual sin entristecerse un poco; ya hacía unos años que se habían acostumbrado a aquella visión, pero sabían que nunca la aceptarían del todo.
M alzó su brazo dando la siempre habitual señal de salida y los tres humps comenzaron su lenta travesía. Avanzaron sobre la arena, entre rocas afiladas y plantas marchitas que trataban de brotar del suelo, pero que el aire envenenado marchitaba prácticamente en cuanto surgían de la tierra. La breve caravana circulaba entre tanta desolación y G activó el intercomunicador para que M y B pudieran oír una vez más su eterno comentario.
-Oye M. ¿Seguro que llegaremos a tiempo?.
-Que si. Seguro. Siempre llegamos. –respondió M con tono de fastidio.
-De acuerdo, no te enfades. Es que ya sabes lo que pienso. Los humps...
-Los humps son el transporte perfecto. –afirmó tajantemente M, sin dejarle acabar la ya conocida frase.
-Son muy lentos, M. Sabes que podríamos tener algo más moderno.
-Pero así tiene que ser. Hemos de mantenernos fieles a nuestros orígenes, en lo posible.
-Ya. Vale, si. ¿Pero y si corriesen más?.
-Si corriesen más, no serían humps.
-Pero lo haríamos todo en menos tiempo.
-¿Para qué queremos hacerlo en menos tiempo?; está todo calculado. Siempre lo ha estado.
-Vale, déjalo. Está claro que eres y siempre has sido un testarudo.
-Dejad de discutir. –intervino B, que finalizaba la pequeña procesión- Los humps son lentos, eso es verdad. Pero eficaces. Y ya sabemos que M es un sentimental, así que no le des más importancia, G. Ya sabemos que desde tu accidente tu modo de pensar es muy distinto, pero la situación actual es y ha sido siempre efectiva, así que no le demos más vueltas al tema, chicos, dejadlo ya.
B casi nunca hablaba, era el más espiritual -por decirlo de algún modo- de los tres, pero cuando intervenía en una conversación, sentaba cátedra. La discusión terminó y durante un buen rato, el silencio se impuso entre ellos. G sabía que B tenía razón, y su mente rememoró aquel accidente que le cambió la vida. La niña tratando de salir del refugio. La enloquecida carrera que inició cuando estaba a punto de volver a subir al hump para continuar la travesía. Y el empujón que le dio para que volviera bajo tierra. Después, las rocas desprendiéndose de la ladera de la montaña bajo la cual estaba la vivienda de la pequeña y cayendo sobre sus brazos, que quedaron destrozados, así como dos de sus vértebras y una de sus costillas, que se le clavó en un pulmón. Casi se asfixia. Y si no llega a ser por su ayudante que pidió ayuda por radio inmediatamente, habría muerto allí mismo. Le trasladaron a la nave a toda velocidad y entre su eficaz asistente y los de M y B le mantuvieron con vida y hasta que pudo ser debidamente atendido. Menos mal que los tres colaboradores siempre controlaban la situación desde la nave, antes les acompañaban en el trayecto, pero ya no, era más efectivo así, aunque como casi todo, a M aquello no le gustaba nada. Ahora G tenía parte de su columna vertebral de titanio y dos brazos biónicos. Y un pulmón artificial, que no se nos olvide. Al principio le costó mucho adaptarse a ello, pero desde entonces ya habían pasado 12 años y ahora se sentía perfectamente; es más, había aprendido a apreciar sus actuales capacidades y por eso estaba siempre tratando de convencer a M de que deberían modernizar un poco sus recursos. M pensaba que ya por fuerza se habían modernizado lo suficiente, pero G nunca dejaba de insistir. El que sus fuertes brazos le permitieran subir al hump sin esfuerzo y el no necesitar ninguna herramienta para acceder las puertas de los refugios, -simplemente abría los cierres de acero con una facilidad inquietante, cerrándolos eficazmente después-, le habían convertido en un partidario indiscutible de la tecnología avanzada. Eso estaba bien, de hecho, no había más remedio, pero M era precisamente todo lo contrario; se había adaptado a los tiempos modernos porque no tenía más remedio, pero tratando de “conservar su esencia” como siempre solía decir. B nunca decía nada. Sólo hablaba u opinaba cuando no había más remedio y parecía seguir haciendo su trabajo como siempre lo había hecho.
Llegaron al primer refugio y se detuvieron. M sacó la lista y pronunció en voz alta un nombre masculino: Alvaro. B abrió el depósito de su hump y sacó una caja precintada. G le miró sonriendo a través de su escafandra y alargando su mano artificial en gesto de “por favor, déjame hacer los honores”; bajó del hump de un salto y se acercó al refugio. De su “dedo” índice salió una pequeña cuchilla de metal que se introdujo en la complicada cerradura, la giró lentamente y abrió la puerta, no sin antes mirar y cerciorarse de que nada, ni nadie, estuviera tras ella. La última vez que se dio un buen susto, -no entendía por qué siempre le pasaba a él- fue con aquel perro. Se habían olvidado de dejarlo entrar en la vivienda subterránea y el animal salió dando saltos de alegría. Poco le duró el regocijo, ya que al entrar en contacto con la atmósfera exterior, se asfixió en cuestión de segundos, gimiendo de agonía. No pudieron hacer nada y durante semanas, G no pudo dejar de pensar en lo triste que seguramente debió quedarse aquel niño cuyo perro ya no volvería a jugar con él. Pero mejor no pensar en ello. La entrada de aquel refugio estaba desierta y la puerta interior de acero, cerrada, como debía ser. Dejó allí el paquete y cerró de nuevo, subiendo al hump y continuando el trayecto con sus compañeros.
Como era de esperar, su trabajo duró toda la noche. Recorrieron todos y cada uno de los refugios que había sobre la faz del planeta. G pensó en hacer más amena la jornada recordando viejos momentos; aquellos en los que la gente les recibía de otro modo; las copas de champán sobre las mesas de las casas, las ventanas abiertas de par en par para que pudieran entrar, e incluso unas galletas de chocolate que probó en la humilde casa de un niño llamado Pablo. Un niño encantador cuya madre hacía unos dulces estupendos. Pero de eso ya hacía más de dos siglos y Pablo ahora ya no existía. Aunque G nunca, jamás, olvidó el sabor de aquellas galletas. Aquellas galletas que se comió mirando el cielo estrellado cuando el aire aún era respirable. Cuando todo era distinto. Cuando los humps andaban por su propio pie, y no por cortesía de la tecnología avanzada. Claro que entonces tampoco se llamaban humps, se llamaban... cállate G, mejor cállate y ni lo menciones, el pobre M ya es bastante susceptible con ese tema como para empezar a discutir de nuevo.
Cuando hicieron la última entrega, cuando en los depósitos superiores de los humps no quedaba ni un solo paquete, se miraron entre sí, y a orden del eterno gesto de M, volvieron sobre sus pasos camino de la nave que les esperaba en el lugar acordado. Una vez en su interior y con los humps ya desactivados en su hangar, procedieron a quitarse los trajes.
-Uf, qué alivio. –exclamó aliviado G, mientras sacudía su oscura melena fuera del casco- Creo que acabaré afeitándome la barba, me pica mucho dentro de este trasto.
-Ni se te ocurra, no puedes. –respondió tajantemente M mientras trataba también de atusar su blanca cabellera y su igualmente frondosa barba.
-Que es broma, hombre. –rió G. Le encantaba pinchar a M. A continuación desmontó su mano biónica, en la que tenía la llave para los refugios y se colocó una aparentemente humana, la que usaba para coger correctamente las tazas de chocolate. Después se fue directo a la cocina tarareando La Macarena.
Los tres ayudantes le siguieron riendo por lo bajo, siempre cantaba aquella vieja y alegre canción que casi tenía más años que ellos. B se puso igualmente cómodo, ajustando un pequeño turbante a su brillante calva, activó el micro y grabó el siguiente informe en el ordenador central: “Diario de a bordo. 6 de la madrugada del 6 de enero del año 5.225 después de Cristo. Misión cumplida y sin novedad. Ningún niño del planeta Tierra sin juguetes. Volvemos a casa. Fin de la transmisión.”. Y después de activar el despegue automático, se dirigió hacia la cocina pensando en el chocolate caliente y en que si no se daba prisa, G era capaz de bebérselo todo.
-Oye, M, ¿vienes?. Venga, chico, vamos a hacer el brindis de honor, el de todos los años.
-Id vosotros primero, enseguida os alcanzo. –respondió M mirando al exterior.
Y M espero a que la altura alcanzada dejara atrás la nociva nube de polvo que desde hacía casi tres milenios envolvía a su amado planeta, y mientras se dirigían hacia el satélite Orient, en el que habitaban desde que el viejo Oriente real quedara completamente devastado tras la Tercera Gran Guerra. Una vez el espacio infinito cargado de estrellas apareció frente a él, recordó aquellos tiempos en que los humps eran de carne y hueso y sus jorobas no servían para llevar los regalos de los niños, sino para que ellos fueran simplemente acomodados en sus lomos; aquellos tiempos en los que los pequeños dejaban sus zapatos en las ventanas y aquellas galletas que tanto le gustaban a G sobre las mesas de sus casas, y cuando ellos tres no debían ponerse trajes presurizados para hacer su trabajo, sino sus coronas y aquellas capas de piel y terciopelo tan majestuosas y cálidas. Esperaba que algún día, no lejano a ser posible, -¿aunque qué era lejano para ellos tres?- volviera a ser todo como entonces y se regaló la vista viendo la estela de fuego que salía del motor y que le recordaba a la estrella fugaz, pero a la auténtica, a la de verdad.
Finalmente fue a unirse a sus compañeros tratando de pensar en la satisfacción del trabajo bien hecho mientras la Star of Bethlehem surcaba el espacio a gran velocidad. Hasta el próximo año, chicos.
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