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jueves, 23 de diciembre de 2010

LOS RELATOS DE SARA: "¿A TIEMPO DE QUÉ?"


Trató de levantarse, pero no pudo. Cada vez que se incorporaba, un dolor agudo atravesaba su pelvis y su interior sentía el empujón incesante de la cabeza del niño.

Dios... en buena hora se habría acostado con ese cabrón si llega a saber qué es lo que ocurre meses después... claro, que la culpa la tenía ella por haber bebido tanto, por haberse fiado de tanta palabrería dulce y por no haberse puesto en su sitio: O te pones un condón o no follamos.

Pero con él eso no valía, ella no se hubiera atrevido a planteárselo y ahora eso no importaba nada; ¿qué más daba lo que

debió hacer hace siete meses cuando ahora se doblaba de dolor ante la inminente llegada del niño?. Y no debía de ser así, no debía nacer tan pronto, aún faltaban dos meses, pero el salvaje puñetazo que le había dado Juan Luís cuando ella le sirvió la sopa, alegando que estaba fría, la hizo trastabillar hasta que se estrelló contra el fregadero. Aquel golpe en la cadera que se dio con el borde de mármol de la encimera le causaría un fuerte moretón que seguramente no se vería hasta el día siguiente, no como el niño, al que el golpe recibido no debió gustarle nada, en vista de las prisas que tenía por salir.

Verónica giró los brazos hacia atrás y posó las manos en la pared sobre la cual apoyaba su espalda, y haciendo acopio de todas sus fuerzas intentó levantarse una vez más; debía llegar a un hospital cuanto antes, siempre había visto lo fácilmente que daban a luz las parturientas prematuras en las películas, incluso recordaba un telefilm en el que la pobre desgraciada en cuestión tenía un bebé precioso dentro de un taxi, un bebé que salía limpio y sin rastros de acabar de cruzar un útero y una vagina arrastrando con él los loquios y sangre que en su interior había, y sin que nadie mencionara un cordón umbilical cuyo corte era de vital importancia al nacer. Algo le decía a Verónica que su parto no iba a ser tan fácil como el falso alumbramiento de aquella actriz de segunda que ni siquiera tenía la delicadeza de sudar, y que cuando abrazó a “su bebé” sonriendo, lucía un maquillaje perfecto en el rostro, vamos, que ni se le había corrido el rimmel llorando.


Casi había logrado ponerse en pie luchando con aquel dolor que parecía perforarle la matriz, cuando una mano se aferró a su tobillo, tirándola al suelo una vez más y provocando un grito de angustia y miedo que dejó escapar con rabia e impotencia al ver que su marido, aquel que estaba en el suelo y que muy inoportunamente había recuperado el sentido, trataba de impedir que se alejara de su lado. De hecho, llevaba meses tratando de impedir que ella se fuera definitivamente. La única noche que Verónica evoca con tranquilidad es aquella en la que el alcohol la sumió en un profundo y extraño sopor ayudándola a soportar a Juan Luis, cerrando los ojos y abriendo las piernas, pero cualquier resto de calma se borra al recordar que a causa de lo ocurrido en aquella frenética velada, ahora estaba a punto de tener al hijo de una bestia salvaje, un ser desalmado al cual no sólo no le importaba dañarla a ella, sino también al niño que de modo cruel llegaba a este mundo.

Verónica intentó con las pocas fuerzas que le quedaban zafarse de aquella mano de hierro que le oprimía el tobillo; Juan Luis levantó la cabeza, su cara, que hasta hacía pocos segundos estaba contra el suelo, era ahora todo un espectáculo de cortes, licor y sangre resbalando por sus atractivas facciones y es que Verónica, cuando cayó sobre el fregadero y viendo que su media naranja se dirigía hacia ella tratando de seguir demostrándole su amor, cogió la botella de vino que había sobre el mármol de la cocina y la estrelló contra la cabeza de aquel monstruo.

Cinco minutos. Tan sólo cinco minutos de ¿calma y respiro?, y aquel animal ya atacaba de nuevo como siempre lo había hecho; intentó atraerla hacia él y ella arrastrarse en sentido opuesto, ambos resbalando en la sangre y las aguas que Verónica había empezado a perder, mientras aquel inocente quería asomarse a la vida. Finalmente de una dolorosa patada –tanto para ella como para él- pudo apartarse y retroceder hacia la otra pared, ponerse en pie y apoyarse en la mesa de madera que había junto al friegaplatos. Juan Luis también logró incorporarse y avanzó hacia ella con rabia infinita. Verónica quiso gritar pero todo intento se quedó ahogado por aquella mano que ahora oprimía su cuello con fuerza, con la misma fuerza con la que el pequeño empujaba en su intento de salir de su pequeño y cálido encierro.

-Te voy a matar, puta. Te voy a matar a ti y a ese pequeño bastardo en cuanto haya salido. Maldita zorra, no sabes hacer nada bien, ni tan siquiera preparas una sopa bien hecha, ni tan siquiera se puede echar un polvo contigo sin que te quedes preñada, eres una jodida inútil y siempre lo has sido, pero esto se va a acabar ahora mismo porque te voy a...

Juan Luis no termina la frase pese a que su boca y sus ojos se abren desorbitadamente. Verónica rompe el silencio gritando, porque mientras ella hunde el cuchillo de cocina que ha logrado alcanzar en el estómago de su adorado tormento, aquel pequeño inicio de vida empieza a asomar la cabeza hacia el mundo exterior, tomando aire y soltando un agudo chillido que parece querer corear el de su progenitora. Y una vez más, los fluidos de Juan Luis y Verónica vuelven a intercambiarse en un acto que irónicamente se asemeja al de hace unos meses; placer y dolor en un solo hecho, Verónica siente por primera vez el dolor de un parto al tiempo que una leve satisfacción empieza a crecer en su alma, tan espantoso lo que está haciendo pero a la vez tan segura de que sus problemas han empezado por fin a desaparecer.

Ambos terminan por desplomarse en el suelo y ella aparta de un empujón a aquel que interfiere en la llegada de una nueva vida, el cuerpo del niño sale hacia fuera con un último esfuerzo, y éste si, éste sí viene cubierto de sangre y vísceras que aún así no logran quitarle el encanto. Y como en las películas suele suceder también, la puerta de entrada se abre, más bien se rompe por la acción de dos policías que entran a toda velocidad, alertados por los vecinos que hartos de gritos, insultos y golpes huecos que atraviesan los muros de las viviendas, han decidido vencer su indiferencia y su cobardía. Los dos hombres vestidos de azul se quedan clavados ante la puerta mirando aquel fatal espectáculo.

-¿Llegamos a tiempo?. –pregunta uno de ellos mientras tratan de recobrar el aliento.

Y Verónica, oprimiendo contra sí a aquel pequeño pedazo de ella, mira el cuerpo de su verdugo y mientras tiembla ante el esfuerzo pasado, responde con voz firme y altiva: ¿A tiempo de qué?.

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