La penumbra se quiebra al abrirse la puerta y la fría luz del despacho se cuela por ella rompiendo aquella monotonía; el oscuro corredor del hospital es alumbrado a intervalos por leves puntos de luz en ambas paredes. Anita cierra la puerta y echa a correr lo más rápido que puede; sabe que no debe hacer ruido, que no debe molestar, y gracias al enmoquetado suelo sus zuecos apenas se oyen. A aquellas horas no hay nadie, los pasillos están desiertos. Las tres de la madrugada, ¿quién podría haber por allí?... los pacientes, pero no las visitas, ni siquiera familiares pasando la noche con ellos. El servicio de urgencias no lo permite, por eso se apresura aún más, el señor Romo le necesita.
Cruza un pasillo tras otro pensando que no va a llegar; Romo lleva así varios días y Anita intuía lo que iba a pasar. Entra al oscuro corredor central y se alisa la falda en un movimiento nervioso, vuelve a apretar el paso y cuando está a punto de alcanzar el recodo se abre la doble puerta de su derecha y un brazo firme y muy familiar la agarra con fuerza y la obliga a pasar. Virginia Galera, la obesa enfermera del turno de noche tira de ella sin miramientos.
-¡Niña!, menos mal que estás aquí, te necesitamos.
-Pero... pero...
-¡Ven!, este hombre se muere, se desangra, ¡nos hace falta tu ayuda!.
-Pero es que yo...
-¡Déjate de peros, niña!!!, ¡esto es una jodida emergencia, ya llevas aquí tres meses!... ¿o vas a salirme ahora con aprensiones?.
Y así, sin más, Anita se encuentra ante una iluminada mesa de operaciones sobre la cual hay algo que pretende ser humano, una masa sanguinolenta de tejidos y vísceras; una fuerte grieta muestra la cara interior de alguien que trata de hablar, trata de pedir ayuda aunque ya la esté recibiendo, porque a veces mucho es poco, y la gélida parálisis de Anita se deshace de repente al sentir aquella mano sujetando su muñeca... un escalofrío sacude su cuerpo y mirando al desdichado sólo puede ver dolor, sólo oscuridad embarrada en sangre que surge de unos labios que se ahogan, que no pueden hablar, pero que lo dicen todo. Sus miradas se cruzan durante un segundo y Anita no quiere llorar, no quiere hacerlo, pero su rostro se llena de lágrimas... ¿por qué?, ¿por qué han de ser las cosas así?.
-¡¡Niña, que se desangra, ven aquí... toma esto!! –truena la voz de Virginia tirando de ella.
-¿El qué...?.
-¡Toallas, niña!, ¡y gasas!, toma, toma... hay que detener la hemorragia del pecho, ¡rápido!.
Anita y Virginia bloquean la herida de aquel desgraciado, mientras dos doctores tratan de sacarle adelante. La sangre sigue su curso y empapa todo cuánto encuentra por delante en su constante fluir; Salinas y Costa sudan tratando de mantener vivo a quién ya saben muerto y finalmente, se dan por vencidos; el hombre aún presiona la mano de Anita y antes de sucumbir, parece mirarla desesperado, angustiado, queriendo aferrarse a algo invisible... y después, el silencio.
Un hueco silencio y luego la breve marcha hacia la rutina, cambiarse, lavarse y vuelta a empezar, siempre lo mismo.
-Niña. Niña, ven aquí. –susurra Virginia más dulcemente- Vamos, ven a quitarte esa bata y lávate.
Anita se deja llevar, se deja abrazar por Virginia que la guía como en un sueño, hasta alejarla de la mesa de operaciones. Le quita la bata manchada y abre la llave del agua, ayudándola a lavarse bien y quitarse los restos de sangre que hay en su cuerpo. Anita no reacciona, no habla, no parece escucha, ni mirar.
-Vamos, vamos, -vuelve a susurrar Virginia- tranquila, niña... esto es el pan nuestro de cada día, llevas aquí un trimestre y debes sobreponerte, debes endurecerte, vas a ver estas cosas casi a diario y tendrás que... ¡¿qué están mirando ustedes?!.
“Un polvo de 26 años”, es el pensamiento que cruza las mentes de ambos doctores, que a sus 52 y 33 años tienen ojos, al fin y al cabo, pero que callan y salen de allí azorados, no por lo que estaban pensando, sino por haber sido descubiertos. Virginia Galera les mira indignada, no así Anita, sentada en un taburete, en ropa interior, su cuerpo perfecto ya limpio de sangre y sus manos crispadas por el nerviosismo. Virginia le ofrece una bata limpia y finalmente le ayuda a ponérsela, Anita sigue sin reaccionar.
-Anita, querida, reponte. No puedes seguir así. –sentencia Virginia mientras sale del quirófano de cara a sus obligaciones- Luego pasaré a verte a tu puesto, pero ahora levántate y sigue con tu trabajo.
¡Trabajo!, ¡joder, su trabajo!. ¡Esas son las palabras mágicas!. ¡Recuerda, estúpida!, ibas a ver al señor Romo, de eso hace ya media hora, y ahí estás, sentada como una inútil y sin hacer nada... ¡levántate, coño!, ¡¡despierta!!. Anita da un salto y se mueve de nuevo a toda velocidad, pero antes de salir del quirófano, frena en seco y retrocede hasta los lavabos; mira a su alrededor y ve el cesto de la ropa sucia, allí está la bata, la bata ensangrentada que Virginia le ha ayudado a quitarse y que después ha arrojado al cesto. Busca en el bolsillo y con gran alivio, extrae de él lo que necesita, ¡menos mal que se ha acordado!.
Vuelve a salir disparada hacia la habitación del señor Romo... ay Dios... ¿y si se ha puesto peor?. En su loca carrera casi cae por las escaleras de servicio y finalmente llega a la 334, sin resuello, sin aliento. Entra con toda la calma posible, el cuarto en penumbra y en silencio, con el pitido del monitor y la respiración del paciente cómo único ruido nocturno. Anita avanza en la oscuridad, se sitúa junto a la cama y observa dormir a aquel hombre... no parece sufrir, eso es bueno... pobre señor Romo, tan dulce, tan amable, y tan enfermo... pero pronto desecha tales pensamientos, no debe permitir que su sentimentalismo le distraiga y le impida realizar un trabajo eficaz, ella es alguien muy competente.
Así que sujetando el gotero, saca de su bolsillo la jeringuilla, clava la aguja en la vía, presiona y espera. Entonces llega la paz. Entonces llega la calma. El monitor emite un incesante sonido mientras los rasgos del señor Romo parecen crisparse por un momento... para relajarse después. Anita le besa en la frente y respira aliviada. Ha cumplido con su cometido, ahora descansa tranquilo por fin. Sale del cuarto con un brillo triunfal en los ojos; mañana irá a visitar a la señora Durán, parece no encontrarse muy bien últimamente y ella odia ver sufrir a los pacientes. Es posible que necesite ayuda. Pero ahora descansa, te lo has ganado; ve a tu puesto de guardia, toma un café bien cargado y lee un capítulo de tu novela favorita. Por hoy ya has hecho más que suficiente.
Hasta mañana y buen trabajo, Anita Wilkes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario