Cuando menos lo esperabas, ya había anochecido. Las sombras cubrían el bosque dándole un aspecto fantasmal, y la única luz que brillaba era casi imperceptible al ojo humano. Al pie de aquel árbol, bajo su raíz, habitaba Goren en su pequeña vivienda, cuya única ventana reflejaba la lumbre de una vela. El gnomo Goren, tal vez por la experiencia que proporciona la edad, había construido su morada al pie de un gran roble, concretamente en su interior; le había costado mucho esfuerzo excavar en sus raíces y le llevó meses tenerla terminada y habitable, pero había valido la pena y además, en aquellos tiempos Goren era un saludable joven de 130 años; ahora, a sus 515 y mientras sus compañeros se veían constantemente en la tesitura de huir de las setas en las que moraban y que eran muy bonitas y decorativas, pero muy endebles, -sobre todo cuando atacaban los trolls-, él podía dormir con la tranquilidad que le aportaba la seguridad de su hogar, que además de cálido y resistente era prácticamente invisible a la vista de cualquier depredador, incluso a la de cualquier ser vivo, ya que Goren no era precisamente muy sociable; hacía ya años que casi ni hablaba con los suyos, y eso que el bosque estaba totalmente habitado por cientos de seres mágicos y los gnomos componían casi el 50% de su población, pero el longevo ser no quería saber nada, le gustaba la soledad y pensaba que cuanto más tranquilo y solitario, menos problemas. Goren respondía a la viva imagen del gnomo tradicional; apenas medía más de lo que ocupa la mano de un niño, tenía una larga y suave barba blanca, el rostro surcado de arrugas y una sencilla pero cálida vestimenta compuesta de botas negras, y pantalones y jersey en rojo y verde, completaba el atuendo un puntiagudo gorro que se alzaba varios centímetros sobre su cabeza. Si, Goren era, a todos los efectos, un gnomo de cuento de hadas, con algo de mal genio y una sordera bastante pronunciada, pero un gnomo, al fin y al cabo… además, para lo que había que oír, qué más daba no enterarse de nada. Goren tan sólo tenía contacto con algunos animales del bosque, como Roland el caracol, que era poco locuaz y bastante introvertido, pero muy colaborador en ciertas tareas como ayudarle a transportar sobre su concha las pequeñas vasijas que llenaba con el rocío de la mañana o las gotas de miel que recogía de los panales y que le eran muy útiles para preparar sus guisos y caldos; dos veces al mes también solía tratar con Lara, la golondrina, que sobrevolaba la zona en la que vivía Goren y le comunicaba todo lo que acontecía en el bosque, y es que al viejo gnomo no le gustaban las charlas, pero sí estar informado de las cosas importantes y como Lara era poco dada a trivializar y sus trinos eran claros y escuetos, Goren no tenía ningún problema en el trato con ella; también Eddie, -la liebre de pies ligeros y cartero del bosque- le caía bien, pero en ocasiones tendía a hablar algo más de la cuenta y además, teniendo a Lara que le ponía al corriente de todo, ¿para qué necesitaba a Eddie?.
Goren se entendía bien con algunas especies que le ayudaban y a los que él correspondía en la medida justa y con eso le bastaba; además contaba con un mágico don, todos los habitantes del bosque poseían al menos uno, a veces dos, tres o una docena de ellos y Goren era poseedor de unos cuantos, entre los que figuraba el de entender el lenguaje de los animales, fuera cual fuese su especie. Así que pese a su extrema sordera y su carácter agriado, Goren sabía apreciar los atributos que le permitían sobrevivir y salir adelante… ¿a él que le importaba que lo consideraran un gruñón?. Claro que si hubiera sabido lo que el destino le tenía preparado, tal vez hubiera pensado de otro modo.
Volviendo a la oscuridad que en esos momentos reinaba en el bosque siendo más de las doce de la medianoche, si nos hubiéramos asomado a la diminuta ventana labrada en la corteza del roble, habríamos observado al viejo gnomo sentado a la mesa del comedor de su casa, sobre la cual había una gruesa vela que iluminaba al estancia y un gran tazón de sopa caliente que Goren apuraba despacio y con aparente calma; la tranquilidad parecía reinar en la estancia, pero los fríos y oscuros ojos del gnomo se dirigían constantemente hacía la puerta de la cabaña, sin dejar de dar largos sorbos al aromático caldo de pollo y hierbabuena, pero como esperando que alguien cruzara la entrada con quién sabe qué intenciones.
Goren nunca cenaba tan tarde; de hecho, lo hacía más bien temprano, alrededor de las nueve ya había terminado y solía estar sentado en su butaca, tomando un café caliente y fumando tranquilamente su pipa, pero aquella noche había llegado del bosque casi a las diez y media; había salido sobre las seis en punto a recoger bayas silvestres y cuando un par de horas después se disponía a regresar a casa pensando que ya se había retrasado bastante, tuvo la sensación de que era observado por alguien que se ocultaba entre los árboles; quedaban descartados los trolls, pese a su gran tamaño eran demasiado torpes y escandalosos como para no advertirlos de lejos incluso por alguien como él, que casi ni oía. No, el ser que le seguía y vigilaba no era tan grande y parecía bastante sigiloso, puesto que no se dejó ver, pero aún así Goren lo percibió, ya que la falta de uno de los cinco sentidos suele hacer que se agudicen los otros, y en un par de ocasiones creyó atisbar una sombra que se ocultaba rápidamente tras los abetos. Goren conocía bien el bosque y el punto en que se encontraba estaba cercano a un par de escondites que en alguna ocasión le habían salvado de los lobos hambrientos, así que sin pensárselo dos veces corrió hacía el tronco de una encina que había caído derribada por un rayo y en cuyo interior podía ocultarse; llegó casi sin resuello y con la seguridad de que no le habían seguido, Goren era sordo, pero las pisadas de cualquier ser viviente del bosque emitían vibraciones casi imperceptibles para la mayoría de los habitantes del lugar, pero muy claras bajo sus pequeños pies, por eso esperó con paciencia durante casi hora y media en el interior del tronco de la encina y observando por una abertura con la esperanza de que lo que fuera que le estuviera siguiendo, desistiera de atraparle.
Al final se decidió a salir y consultando su viejo reloj de bolsillo, comprobó que eran las ocho y media pasadas y hacia rato que había oscurecido; algo más calmado se encaminó hacia casa y recorrió tranquilamente el trecho que distaba desde el tronco a su pequeña vivienda, hasta que le quedaban apenas diez metros para entrar en ella, fue entonces cuándo volvió a percibir esa sensación de ser vigilado y el pánico se apoderó de él; le hubiera gustado poder esconderse en cualquier otro sitio que no fuera su casa, ya que con ello descubría al posible depredador su localización habitual, pero el miedo y el no saber dónde meterse le obligaron a correr hacia la puerta, bien oculta entre la maleza para que no pudiera ser descubierta a simple vista. Sacó la gran llave de su zurrón con manos temblorosas y la introdujo en la cerradura, apresurándose a entrar y permaneciendo en la oscuridad durante casi media hora, observando a escondidas por la ventana nuevamente en espera de que su perseguidor diera señales de haberse rendido y marchado, pero cuando volvía a creerse libre y se disponía encender una luz, volvió a ver una sombra moverse en la oscuridad que le aterrorizó hasta el punto de ocultarse en el fondo de la cabaña.
Se echó sobre su cama y se tapó con un edredón hasta la cabeza y allí permaneció hasta casi la media noche, sin poder pegar ojo pero tratando de recuperar la calma en lo posible, cosa que llegó a lograr en parte. Finalmente se decidió a desvestirse en la oscuridad y a ponerse su larga camisa de dormir y su enorme bata de franela; encendió la vela que había sobre la mesa sin dejar de mirar hacia la ventana, pues temía encontrar un rostro feroz espiándole a través del cristal. Nunca había tenido tanto miedo, no sabía por qué, pero tenía un mal presentimiento y decidió que lo mejor era calentar un poco de sopa y tomarla para templar los nervios, ya que el frío del invierno empezaba a ser demoledor, y además el miedo también le hacía tiritar… sí, tenía que tranquilizarse porque si no, no podría pensar con claridad; después de la sopa se tomaría un café bien cargado, así se mantendría despejado y alerta hasta que fuera evidente que no había ningún peligro; la duda podía durar toda la noche, pero si era necesario mantenerse en vela, lo haría, al fin y al cabo era su vida lo que podía estar en juego. Pasó un buen rato en el que nada sucedió y Goren terminó por serenarse, y cuando ya pensaba en irse a dormir, se llevó un gran sobresalto. Allí, en la ventana, asomaba el rostro de alguien desconocido, un ser que le observaba con curiosidad y que le dejó paralizado. Durante unos segundos, ni uno ni otro se movió de su lugar, hasta que desde fuera oyó la voz de su perseguidor, que bien mirado, no parecía tan terrible.
-¡Goren!, ¡déjame entrar!- decía aquel personaje desde la oscuridad.
Goren no le oyó bien, pero sí pudo leerle los labios, aunque estaba muy equivocado aquel que llamaba si pensaba que él iba a dejarle entrar en su casa.
-¡Goren, por favor!- repitió- eres Goren, el gnomo, ¿verdad?. Goren, yo soy un elfo, me llamo Anton y necesito hablar contigo, ¡abre!, por favor… ¡aquí hace frío!; lo que tengo que decirte es muy importante… ¡y me estoy helando!.
Goren apenas tenía oído, pero en el fondo no le faltaba corazón… ni sentido común. Desde dentro de la casa pudo observar que Anton lleva al cuello un valioso colgante; curioso y conocido, el medallón que portaba ostentaba el símbolo de la realeza; aunque ya no había nobles en aquel lugar, en tiempos mejores sí los hubo, y también un gran reino, los monarcas eran queridos y respetados por todos y tenían un heredero, un hijo al que todos profesaban el mismo cariño que a sus progenitores… pero todo aquello cambió a causa de una bruja que aunque al principio estuvo al servicio de los reyes, acabó poniéndose en su contra y derrocándolos valiéndose de sus grandes poderes. Incluso el príncipe Adalberto desapareció, no sabiendo nadie qué suerte había corrido.
Desde hacía trescientos años aquel paraje era muy distinto, y aunque había lugares del bosque en el que se respiraba cierta tranquilidad, había otros más tenebrosos llenos de peligros ocultos, eso por no hablar de la Montaña de la Luna, lugar en el que según la leyenda, todavía moraba la bruja y al que nadie osaba acercarse. La montaña en la que se alzaba la torre era la más alta jamás vista, de ahí su nombre, ya que nadie había llegado a ella… hasta ahora.
Diez minutos después, Anton se calentaba frente al fuego dando pequeños sorbos a un tazón de sopa que Goren, el cual aún le miraba con desconfianza, le había ofrecido.
-El propósito de mi llegada, querido Goren –decía el elfo- es solicitar tu ayuda, la princesa Greta nos espera en el claro de un bosque, ha acampado allí y aunque el silfo Wallotte y la sílfide Arienne le acompañan, temo por su seguridad, así que deberíamos darnos prisa, prepara tus cosas y saldremos de viaje inmediatamente.
Goren se quedó de una pieza, ¿pero qué se había creído ese estúpido elfo?; él no pensaba abandonar la seguridad de su hogar ni por una princesa, ni por mil de ellas y así se lo dijo a Anton; el cual procedió a relatarle con detalle el motivo de su misión, recordándole a su vez, que el medallón que colgaba de su cuello era un símbolo al que todo el mundo debía lealtad, incluido él.
Goren se negaba, argumentando que la realeza ya no existía, pero Anton le dejó atónito al revelarle, con los ojos brillantes, que el príncipe Adalberto aún vivía, aunque estaba dormido en estado de congelación en el palacio de la bruja; Portia, que así se llamaba la hechicera, lo tenía encerrado y aislado porque Adalberto descubrió un gran secreto que podía ser su perdición, de ahí que ella acabara con los reyes, y no mató a Adalberto pues sabía que si así lo hacía, su espíritu podía reencarnarse en un halcón, tal y como decía su carta astral, y vengarse de ella, por lo cual tenía la intención de mantenerlo vivo, pero en un lugar en el que nadie pudiera comunicarse con él jamás, así que el príncipe flotaba en un enorme tanque de hielo desde hacía ya tres siglos.
El gnomo no sabía qué hacer, estaba claro que nobleza obliga, pero tampoco quería problemas; no había nadie en toda la inmensidad del bosque que no temiera a Portia, aunque hacía años que no se la veía, pero sí se le temía.
Finalmente, Anton terminó de relatar la profecía; le habló de la princesa Greta, que según la leyenda, estaba destinada a salvar a Adalberto y aunque sus fechas de nacimiento estaban ampliamente separadas, las hadas del reino supieron en qué momento nacería Greta para inmediatamente ocultarla lejos de las malas artes de la bruja, que pretendía deshacerse de ella con el fin de evitar que liberara a su prisionero.
Goren terminó por convencerse, y aunque a regañadientes, salió de su acogedora casita junto a Anton en mitad de la noche; no tardaron en dar con Greta y con la pareja de silfos, cuyo aspecto era como debía ser, ligeros, ágiles y de bonito cabello rubio, sonrientes y dotados de alas que les permitían volar y unas pequeñas membranas para respirar bajo el lago, pues el sílfo y la sílfide eran seres del agua y del viento.
En cambio Greta no respondía al prototipo de princesa, o eso pensó Goren. Ni alta, ni de esbelta figura, ni de largo cabello dorado; Greta no era gorda, pero sí rellenita, mediría poco más de metro sesenta y su cabello era negro, brillante y espeso, tanto que debía llevarlo recogido constantemente y como ella aseguró, no tardaría en cortárselo; no lo había hecho antes porque su abuela, con la que vivía, no se lo había permitido, según la abuela así estaba mucho más guapa. Lo más hermoso era su risa, cada vez que Greta se echaba a reír, contagiaba su alegría a todo el mundo y la única vez que su abuela la había visto seria, fue cuando Anton, Wallotte y Arienne, los portadores de la profecía, aparecieron en la humilde cabaña a comunicarle que el momento de salvar al príncipe había llegado. Greta no se veía ni de lejos casada con un príncipe, simplemente porque toda su vida la había imaginado en aquella cabaña, cuidando de su huerto y tal vez –sólo tal vez- casada con algún campesino del lugar, aunque la verdad es que los conocía a todos y ninguno de ellos le atraía. Su abuela, -que en realidad no era tal-, sí conocía la leyenda y la profecía, y no se sorprendió con la llegada de los emisarios porque sabía que irían en su busca cuando Greta hubiera cumplido los 20 años, y hacía una semana escasa que había sido su aniversario. La abuela de Greta era una de las muchas hadas del reino que habían velado por su seguridad durante tres siglos, hasta su nacimiento y sus primeros veinte años. Ahora Greta tenía que irse y vivir su propia vida, ya que formaba parte de la profecía; ella jamás hubiera imaginado algo así, era feliz montando a caballo, y viviendo en la vieja cabaña sin necesidad de nada más, pues era lo único que conocía… nadie le había dicho que algún día sería princesa, pero hizo lo que le aconsejó su abuela, pues al fin y al cabo, así tenía que ser.
Junto a la sonriente Greta, Goren vio un pequeño vehículo en el que ni él mismo hubiera cabido; era un bonito carruaje de plata tirado por seis ratones blancos.
-Original, ¿verdad?- exclamó Greta con su bonita voz-, no te asustes, Goren… porque tú eres Goren, ¿no es cierto?. Ahí viaja la mandrágora, aunque sé que no tengo que explicártelo, esas legendarias plantas de curiosa raíz, gritan tan fuerte que pueden matar a alguien con sus fuertes alaridos; la mandrágora va en una maceta, pero por su seguridad y para evitar que ésta pueda romperse, hará el viaje en el carruaje que nos han regalado las ondinas.
Por un momento Goren desarrugó el entrecejo, ¡una mandrágora!, esa planta era mortal y las ondinas, hadas del estanque, habían sido muy amables en otorgarles aquel brillante y diminuto carruaje, ya no sólo por la seguridad de la raíz, sino por la de ellos mismos; si la planta se salía de su tiesto y se ponía a chillar, iban listos, al menos los demás, porque él no oía casi nada… pero a todo esto, ¿para qué necesitaban una mandrágora?.
De todos modos no preguntó; él estaba allí porque debía lealtad al símbolo de los monarcas, que era una copa grabada en oro sobre un medallón de platino, pero se limitaría a acompañarles a la Montaña de la Luna y una vez allí, que se las vieran ellos con Portia, al fin y al cabo, él no tenía que casarse con ningún príncipe.
Cargados con provisiones, agua, y con abrigos de pelo de animal –pues era noviembre y hacía mucho frío- emprendieron el viaje. El carruaje les seguía constantemente tirado por aquellos pequeños roedores de pelaje blanco y brillo plateado en la mirada; y durante ocho días y ocho noches caminaron casi sin detenerse hacia la Montaña de la Luna, parando tan sólo algunos ratos a descansar y a comer para reponerse y haciendo turnos de vigilancia para no llevarse sorpresas desagradables.
Pronto avistaron las primeras nieves, lo cual era señal de que llegaban a su destino; la Montaña de la Luna se encontraba en un paraje nevado casi inaccesible, pero venciendo el miedo, siguieron adelante hasta que finalmente se encontraron a las puertas del castillo de la bruja, eran altas, altísimas, y fue entonces cuando se dieron cuenta de la magnitud de lo que debían hacer; el viaje había sido bastante tranquilo, por lo cual nadie había mostrado ningún temor, pero aquello era distinto, la bruja estaba allí dentro, en el interior del palacio, y tal vez gracias a sus poderes mágicos ya sabía que ellos se encontraban allí… pálidos como la misma nieve que pisaban, se quedaron ante aquel enorme portón durante un rato sin saber qué hacer, hasta que Greta rompió el silencio.
-Bueno…-dijo con toda la firmeza que le permitió su voz- … pues adelante. No perdamos tiempo, Adalberto está ahí encerrado y si es verdad que tengo que casarme con él, pues yo creo que cuanto antes nos enfrentemos a la situación, mejor.
Avanzó unos pasos apoyando las manos en las grandes puertas, y empujando con firmeza una de ellas –Greta era bastante fuerte, no en vano había tenido que cortar leña en docenas de ocasiones-, comprobó que ésta se abría poco a poco… se volvió a mirar a sus acompañantes, que la observaban con los ojos muy abiertos, y les hizo un gesto para que entraran con ella.
Una vez en el interior del castillo, observaron a su alrededor; ante ellos se extendía una amplia sala amueblada con bellos sillones de terciopelo rojo, unos enormes armarios y aparadores de cristal fino y brillante caoba, además de una gran mesa presidencial con un majestuoso trono sobre el cual pendía del techo una enorme lámpara de oro y diamantes que a Anton le resultó familiar… ¡claro!, ¡aquel era el antiguo palacio de los reyes!, él había estado allí cuando era un niño… pero de eso hacía casi cuatrocientos años y aquel recuerdo casi se había borrado, pero cuando avanzó unos pasos y observó a su alrededor con detenimiento, le vino todo de nuevo a la memoria.
A la derecha de la estancia, había una enorme escalinata que subía hacia los pisos superiores y que sin duda, finalizaba en la torre… ¡Dios mío, la torre!.
Entonces Anton y Goren observaron boquiabiertos como Greta se precipitaba escaleras arriba seguida de Wallotte y Arienne, que la acompañaban a todas partes; el elfo y el gnomo se miraron uno a otro y, haciendo acopio de valor, desengancharon el pequeño carruaje de plata de los ratones que lo transportaban y sujetándolo con fuerza, se dispusieron a subir. Llegaron a la primera planta y continuaron ascendiendo, sobrepasaron la segunda, la tercera, y también la cuarta, ¡cuán alta estaba la torre!. Al final, tras perder la cuenta de los numerosos pisos y los cientos de escalones que habían ascendido, se encontraron frente a la puerta de la torre. Se miraron de nuevo unos a otros sin atreverse a reaccionar y una vez más fue Greta la que sin dudarlo, abrió la gran hoja de roble que encerraba aquel gran enigma. Entró sin pensarlo más y aunque al principio solo pudo ver oscuridad, pronto descubrió que a través del balcón se filtraba la luz de la luna, convergiendo directamente en aquel enorme bloque de hielo que flotaba mágicamente en el centro de la sala y en el que, con los ojos cerrados, parecía dormir Adalberto. Greta se quedó petrificada, ¿entonces “ese” era Adalberto?, ¡ahora lo entendía todo!; la joven había tenido un sueño constante que se repetía casi cada semana desde que tenía 15 años; en él veía a un muchacho que caía al lago cercano a su cabaña mientras ella recogía ramas secas para la chimenea, Greta se precipitaba a salvarle pero en cuanto alargaba la mano para sacarle de allí, las aguas se congelaban y el joven golpeaba aterrado el hielo desde el interior del estanque, ella trataba de liberarle desesperadamente, pero siempre despertaba antes de saber si había logrado su objetivo.
Y ahora allí estaba, el mismo joven, encerrado en aquella fría prisión y esperando que ella acudiera en su ayuda, ¡la profecía era cierta!.
Se abalanzó hacía el bloque de hielo y cuando estaba a escasos metros de él, una delgada y siniestra figura se interpuso entre ella y el príncipe.
Greta retrocedió asustada y se quedó inmóvil, mirando a aquella mujer de largo cabello negro, facciones crueles y que vestía una larga túnica gris oscura; era guapa, pero en su rostro podía verse la maldad. Su sonrisa era escalofriante y no hacía falta ser muy agudo para saber que se trataba de Portia, la bruja.
-¿Dónde crees que vas… Greta? -¡sabía su nombre! –porque tú eres Greta, claro.
Su voz era como un susurro desagradable, como el siseo de una serpiente, y por un momento, a la princesa le atacaron unos deseos enormes de dar media vuelta y salir corriendo, bajar las escaleras, salir del castillo y volver a su cabaña… pero sabía que no podía hacer eso, así que haciendo acopio de valor, se lanzó sobre Portia aparentando que iba a agredirla, pero haciendo un giro cuando casi estaba encima de ella, para esquivarla y llegar hasta el príncipe Adalberto, pero la bruja intuyó sus intenciones y la agarró por el brazo, riéndose.
-¡No te vas a salir con la tuya!, ¡llevo años esperándote, sabía que vendrías y ahora no te voy a permitir que destruyas mis planes!.
Entonces Wallotte y Arienne sobrevolaron la estancia dirigiéndose en picado hacia la bruja para ayudar a Greta; Portia se giró a toda velocidad enfrentándose a los elfos y de las puntas de sus largas uñas salieron unos destellos que impactaron directamente sobre los diminutos seres, dejándolos petrificados. Greta lloraba de miedo y odio hacia aquella malvada mujer, había tomado mucho afecto a los pequeños duendes y lo que Portia les hizo la llenó de tristeza y rabia, entonces volvió su cabeza hacia dónde estaban Goren y Anton y les gritó que se marcharan, que no permanecieran allí, que ella asumiría el peligro y las consecuencias de todo, pero Portia apretó con mucha más fuerza su brazo y Goren y Anton observaron con horror como Greta chillaba de dolor… ¡claro!, pensó Goren, ¡gritos, eso es lo que hacía falta, muchos gritos!; el rostro se le iluminó de tal manera que Anton creyó que se había vuelto loco, pero Goren corrió hacia el pequeño carruaje de plata que habían dejado a un lado de la sala, sobre el suelo, y entonces Anton lo comprendió todo, ahora también él sonreía… ¡la mandrágora, había que sacar a la mandrágora de su tiesto!.
-¡Anton!, ¡Greta!- exclamó Goren- ¡tapaos los oídos con fuerza!.
Anton lo hizo inmediatamente y Greta luchó por zafarse de la fuerte garra de la bruja, le vino el tiempo justo para lograrlo y apretar las palmas de sus manos a ambos lados de su cabeza; no había acabado de hacerlo cuándo Goren, dando un buen tirón del tallo exterior, sacó toda la planta de la maceta y la mandrágora comenzó a gritar de un modo tan desgarrador que a cualquiera le hubiera roto los tímpanos.
Portia tuvo que taparse los oídos también a toda prisa, ya que ella no era inmune al devastador efecto que aquella planta producía, por muy hechicera que fuese; el único que sí lo era y que sostenía la mandrágora con sus pequeñas y fuertes manos era Goren, que era sordo y en ese momento se reía a carcajadas mientras miraba a Portia retorcerse con las manos en los oídos, sintiéndose el más grande de todos los seres del bosque al haberla doblegado con tan sólo una raíz, a pesar de todos sus poderes… entonces sucedió lo inesperado: el alarido de la mandrágora era tan agudo que el tanque de hielo en el que se encontraba Adalberto se resquebrajó, partiéndose por la mitad y entonces los gritos cesaron; Portia se quedó boquiabierta, puesto que aquel bloque era tan duro, que no creía que nada pudiera romperlo.
Adalberto salió aturdido, resbalando con el agua que rezumaba de su recién abandonada prisión y mirando confundido a todas partes. No conocía a nadie… hasta que miró a Portia directamente a los ojos.
-¡Tú!, ¡tú, maldita bruja! –exclamó Adalberto- ¡tú tuviste la culpa de todo!, y vosotros, no sé quiénes sois, pero quiero haceros saber que fue esta mujer la que mató a mi madre, le estaba extrayendo su juventud mediante unas pócimas que le daba a beber, haciéndole creer que eran beneficiosas, y cuando descubrí su secreto, los mató a ella y a mi padre… pero a mí no me podía matar, si lo hacía, se desharía el hechizo por ser yo el único en saberlo, y si me dejaba en libertad y yo hacía pública su maldad, también el hechizo se rompería, por eso me encerró aquí, dónde yo no sólo estaba prisionero, sino también aislado y sin probabilidades de contarle a nadie lo que ella había hecho… ¿por qué creéis que está tan joven?, después de… ¿cuántos años llevo dormido?.
Anton estaba a punto de decirle que ni más ni menos eran 300 años los que llevaba bajo el maleficio de la bruja, pero de repente unos gritos casi tan hirientes como los de la mandrágora –que estaba de nuevo en su maceta, a buen recaudo- llenaron la habitación de la torre, y cuándo todos se volvieron a mirar, observaron con horror que Portia estaba envejeciendo en cuestión de segundos hasta que cayó muerta convirtiéndose en cenizas frente a todos ellos.
Una vez recuperado el aliento y recobrados de la impresión, comprobaron con satisfacción que Wallotte y Arienne habían vuelto a su estado normal, pues al morir Portia, también ese hechizo se había roto.
Adalberto avanzó unos pasos más, hasta que debilitado por los siglos de letargo, perdió pie y tropezó, pero antes de que pudiera caer al suelo Greta lo sujetó y lo mantuvo en pie. El príncipe la miró a los ojos y aunque jamás se habían visto personalmente, le dijo algo sorprendente que todos oyeron, todos menos Goren, pero bueno, ya sabemos que a Goren el no oír no le preocupaba especialmente.
-Me alegro de verte de nuevo, -dijo- y de que por fin me hayas sacado del lago.
¿Casualidad, o profecía?, Greta no quiso saberlo, volvió a sonreír como hacía siempre y así siguió haciéndolo durante el resto de su vida. Reinó muchos años, y durante su larga existencia junto a Adalberto tuvo hijos, nietos, bisnietos y tataranietos, el reino volvió a ser lo que era y los gnomos, las hadas, los elfos, silfos, ondinas, duendes y demás habitantes del bosque siempre la quisieron, como un día quisieron a la madre del príncipe Adalberto, que ahora era rey.
Y a quién no me crea sólo le puedo decir que la próxima vez que pasee por el bosque, esté alerta por si acaso, podría tropezar con una raíz bajo la que vive un viejo gnomo centenario; es algo gruñón y está bastante sordo, pero él conoce la historia mejor que nadie y sabe dónde crece la mandrágora.
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