Volvió a patear la pared. Con ambos pies; una vez, otra... y otra más. Tumbado en el suelo de espaldas alzaba las piernas y las sacudía dando fuertes golpes. Giró la cabeza hacia la derecha, una vez más, miró con fiereza a las chicas, que ni se inmutaron.
-¡Soltadme!.
Silencio absoluto, ambas mujeres callaban. Callaban y le observaban.
-¡Soltadme, joder!; Marina, por favor, tú eres una mujer inteligente y serena, no es justo tenerme aquí atado... ¡Chloe!, no podéis hacerme esto, soltadme... ¡¡soltadme de una puta vez!!.
Pero ellas no reaccionaron, permanecieron en pié mirándole fijamente; tan distintas la una de otra y tan similares también. Marina, a sus 40 años, tenía un aspecto agradable; cabello castaño recogido en la nuca, una figura aceptable para haber sido madre dos veces, y las típicas manos curtidas de una ama de casa. Chloe tenía 23 años, cabello negro y sedoso, curvas por todas partes y ojos rasgados de gata. Juan Luis era un hombre atractivo, 42 años gloriosos que se repartían en un metro ochenta de alto, interesante cabello canoso y un bronceado perfecto. Aunque ahora eso era irrelevante, permanecía tumbado en el suelo atado con fuerza de cuello a cadera. Se retorcía de rabia y seguía dando patadas a diestro y siniestro, volvió a mirarlas a ellas con desesperación.
-Chicas... –imploró al borde de las lágrimas- ... no podéis hacerme esto. Soltadme, por favor...
-¿Qué opina usted? –preguntó finalmente Chloe con su atractivo acento francés- ¿le soltamos?.
-Ni por asomo. –replicó secamente Marina.
-¡Joder, si!, ¡si, por Dios!... soltadme. ¡Chloe, cariño, no le hagas caso!, suéltame, nena.
-Cállate. –atajó Marina con suavidad y firmeza, Juan Luis nunca la había visto de ese modo.
-Pero cielo...
-¡No me llames así!.
-Pero... pero yo... te quiero.
-¡He dicho que te calles!, estoy harta de tus mentiras...
-Oiga, -preguntó Chloe en tono dudoso- ¿no nos estaremos pasando?.
-No. –respondió Marina tajantemente y recobrando la compostura- Además tú y yo no hemos hecho nada, se ha atado él sólo.
-¿Pero qué...?, ¡esto sí que tiene gracia!, ¿cómo puedo haberme atado yo?.
-Lo has hecho, y lo sabes. –puntualizó Marina de un modo siniestro que asustaba- Tú te lo has buscado, ahora afronta las consecuencias.
-¡Yo no quería esto!, ¿de dónde coño se te ocurre semejante...?
-¡Tú lo dijiste!, –gritó Marina harta de rodeos-, ¡no estabas dispuesto a renunciar a nada!, te advertí que no pensaba tolerar una vida de mentiras y engaños, pero tú sólo pensabas en ti mismo, no te importábamos ni los chicos, ni yo... ni tampoco esta joven a la que dices querer... noches enteras de insomnio esperando a que aparecieras, absurdas excusas que nadie creía y que yo me tragaba porque quería que todo marchara bien; y la vergüenza, no de lo que otros pudieran pensar, eso me daba lo mismo, ¿pero imaginas mi cara cuando el doctor Salas me dio el resultado de los análisis?, ¡herpes, Juan Luis!, un sucio herpes que me contagiaste y que también Chloe sufrió, porque a saber con cuántas zorras andabas.
-Es verdad. –respondió la joven furiosamente indignada.
-¡No!; –gritó Juan Luis al borde de la histeria y tratando sin éxito de soltar sus ataduras-; yo... yo no quería, no deseaba haceros daño, pero tampoco quería perderos, no podía permitir que os alejarais de mi... os necesitaba.
-Y nos tendrás, -respondió Marina con cierto sarcasmo-, siempre estaremos contigo, no te dejaremos solo, ¿verdad Chloe?... nunca podrás olvidar el daño que nos hiciste, porque dónde vayas tú, ahí estaremos nosotras, recordándotelo, repitiéndotelo... sin dejarte descansar.
Y los gritos de Juan Luis parecen no tener fin, Chloe y Marina le miran sin demostrar compasión, sin un atisbo de pena, con total indiferencia.
-¿Quién es el histérico? –pregunta el doctor Román mirando por la diminuta ventana.
-¿Este?... es un pobre desgraciado, –responde el doctor Castilla-, más bien un bala perdida, perdió el norte por completo; le iba mejor que a nadie, ¿sabes?, un buen sueldo, esposa e hijos, vivía en un barrio elegante; también tenía amiguita... vamos, que se lo pasaba en grande; algo debió de ocurrir, tal vez la esposa se hartó de aguantarle tonterías, tal vez quiso abandonarle y
puede que la otra chica no fuera de gran ayuda, porque las mató a las dos, con horas de diferencia encontraron sus cadáveres, en un ataque de furia estranguló a su mujer y luego acuchilló a su amante; cuando le encontraron, en casa de esta última, empapado con su sangre, murmuraba incongruencias sin cesar; algo así como que ellas nunca debieron dejarle, que no lo iba permitir. Le detuvieron, claro. Y entonces empezó todo. Decía que las veía, que siempre estaban con él, que las tenía a su lado, torturándole, atormentándole. Y al final acabó aquí, en ese cuarto acolchado, y esa camisa de fuerza ni se le puede quitar, no sabes cómo se pone.
-Pobre hombre...
-¿Pobre hombre?; –respondió el doctor Castilla-, ¿y ellas?, ¿y sus hijos?; ellos han perdido más, por culpa de una obsesión, por no saber manejar el poder tenerlo todo. Mira, mira cómo grita, ¿ves cómo habla solo?, ellas están ahí, o eso es lo que cree él. Y tal como están las cosas, no parece estar muy claro que vaya a recuperarse, la locura es muy jodida, una válvula de escape si la mente es incapaz de concebir la tragedia. Que te sirva de experiencia, amigo Román, cuidado con lo que deseas.
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