Encendiendo un cigarrillo, Elena echa un rápido vistazo al salpicadero. La luz de reserva ya parpadea. Mierda, tenía que haber repostado antes de salir, qué jodida es la pereza. Mira hacia la carretera observando las señales. Menos mal, hay una gasolinera, a sólo 5 kilómetros. Se encamina acelerando con las prisas por llegar; esa noche tiene fiesta y nada hará que se la pierda. Sus amigas ya la esperan en la casa que alquilaron. Todos los años lo hacen, un fin de semana largo, que empieza con un festejo. En realidad una juerga, una reunión de chicas, compañeras de instituto; cogen una borrachera, oyen música y se ríen, acaban hablando de chicos, que parece ser lo único de lo que todas se quejan; ya más cerca de los treinta, que de los dorados veinte, no tiene novio ninguna, Elisa sí lo tenía, pero lo pilló con otra, así que todo acabó. Elena apaga el cigarro tratando de no quemarse, sus pantalones son nuevos, le costaron una pasta, y el jersey también es caro; la ocasión sí lo merece, que aquellas se arreglan mucho para la primera noche; no quiso llevar vestido, en la última ocasión casi se muere de frío, hasta que la chimenea caldeó toda la casa, no paró de tiritar; este año pantalones, y un jersey bien calentito, aún a costa del bolsillo.
Llega a la gasolinera, se acerca hasta el surtidor y apaga el motor del coche. Sale y observa a su alrededor, noche cerrada y mucha soledad, la estación de servicio completamente vacía y en la pequeña cabina se enciende una débil luz. Un hombre solo que sale al verla; delgado, huesudo y con oscuras ojeras, tendrá unos cuarenta años, o podrían ser cincuenta, ese aspecto tan ajado no deja clara su edad. Elena le está observando pero no le dice nada, lleva el uniforme mal, los botones desiguales; se acerca, abre el depósito, y descuelga la manguera, “¿cuánto?”. “Veinte euros”, dice Elena.
Fluye la gasolina y el silencio continúa, ni se miran, ni se hablan, y una vez ha repostado, Elena saca un billete y se lo entrega en la mano. El operario se va, y ella se dispone a hacerlo, pero entonces lo recuerda: tiene que llevar el vino, lo ha olvidado por completo. Y vuelve a salir del coche, se dirige a la cabina, seguro que allí tendrán, comprará algunas botellas y seguirá su camino. Entra pero no ve a nadie, mira hacia todos lados, pero aquel hombre no está; debe estar en el lavabo, seguro, no tardará. Y se dispone a esperar, camina de un lado a otro y observa aquellos estantes, no parece que haya mucho, pero si, ahí está el vino y los licores; selecciona unas botellas y las lleva al mostrador. Sigue esperando y no viene, empieza a cansarse y le duelen los pies, aquellos zapatos eran preciosos, -y caros- pero tenían unos tacones de vértigo; miró hacia abajo para contemplar sus dos magníficas adquisiciones y entonces vio el charco. Debía ser grasa, qué asco, la estaba pisando, ¿o era café?; caminó siguiendo el rastro de la mancha y cuando llegó al final se llevó un gran sobresalto, en el suelo vio una mano cuyo brazo terminaba justo tras el mostrador. Se asomó con aprensión temiendo lo que iba a ver y ahogó un grito de horror, aquel hombre estaba muerto, sangre por todas partes, y le habían desvestido. Al momento lo entendió... era el operario de la gasolinera, ¿entonces el otro...?
El otro estaba allí mismo, surgido de a saber dónde, y la miraba con gesto sombrío y aterrador. Elena retrocedió dio un paso atrás asustada y aquel hombre fue hacia ella, que no se lo pensó más, echó a correr muy deprisa, sin querer mirar atrás, se dirigió hacia su coche y una vez en su interior vio que no estaban las llaves, las dejó en el mostrador de la estación de servicio, con su cartera y el vino, ¡mierda!... rabiosa golpeó el volante y salió justo con tiempo de ver venir a aquel tipo con un enorme cuchillo. Corrió, corrió con todas sus fuerzas sin pensar en los tacones y en el dolor que causaban. Cruzó la carretera sin ni siquiera mirar, para adentrarse en el bosque seguida por aquel loco; no dejaba de correr, no quería ni mirar a sus espaldas, sabía que estaba allí. Su loca carrera acabó por dejarla sin aliento y cuando no pudo más, saltó tras un matorral y allí se quedó inmóvil y callada, con el corazón desbocado por el horror. Escuchaba, pero nada, sin atreverse a salir, sollozó en silencio sin saber qué hacer, pero espera... oyó pasos. Pisadas cercanas sobre la tierra y la hierba, respiración agitada y un gruñido aterrador. Ella siguió allí escondida, sin moverse, y tratando de pensar. Entonces con precaución, se asomó, cogió una piedra, y la lanzó con gran fuerza hacia el interior del bosque, todo lo lejos que pudo. Aquel loco se volvió hacia el lugar del impacto, y se encaminó hacia allí, momento que para Elena fue esencial y decisivo, entonces se puso en pie y emprendió a correr de nuevo, dio una docena de pasos y cayó de un empujón, se giró rápidamente arrastrándose en la tierra, el loco estaba delante, se abalanzó sobre ella y levantó el cuchillo en alto. Elena lo vio bajar y en cuestión de unos segundos, se movió rápidamente y la hoja vino a hundirse en la tierra blanda y húmeda; entonces se levantó y corrió presa del pánico, el loco cogió el cuchillo y la alcanzó en un instante, la sujetó por el pelo y tiró de ella con fuerza, la atacaba con gran saña y al final la hoja afilada destrozó su pantalón, clavándose en su tobillo al no lograr esquivarla, el fuerte dolor agudo, la sangre, el terror, el miedo... a veces la adrenalina, es capaz de obrar milagros, levantó el brazo con fuerza y un gran puñado de tierra regó la cara del loco, que quedó ciego al momento, tosiendo en fuertes arcadas; ese fue el momento clave, ella le quitó el cuchillo y lo hundió sobre su pecho, el rostro de aquel psicópata se transfiguró en sorpresa, en dolor y en rabia loca, se tambaleó y cayó, quedó tendido en el suelo, y aún alargó su mano, queriendo alcanzarla a ella. Lo logró y la tiró al suelo, se arrastró sobre su cuerpo sujetándola del cuello, intentando estrangularla; con el cuchillo clavado y su empeño no cejaba, aquel tío estaba loco y al final iba a matarla. Apretó con fuerza y saña y se sentó sobre ella, Elena estaba aterrada, no lograba respirar, y cuando veía el fin, sus manos tocaron algo, una piedra puntiaguda, la levantó sin dudar y se la clavó en la cara; el gesto demoledor, los ojos desorbitados y la locura infinita que en ellos se reflejaba, el cuerpo desmadejado cae por fin sobre ella que lo aparta de inmediato, se arrodilló y al final, vomitó sobre la tierra.
La ambulancia llegó rápido, y en el hospital y a salvo tratan de saber los hechos; pero ella no puede hablar, sólo consigue pensar lo caro que le ha salido el precio de la gasolina.
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