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lunes, 6 de diciembre de 2010

LOS RELATOS DE SARA "COME MAS DESPACIO"

Se paseó por la puerta del comercio riendo para sus adentros. Viejo cabrón. Pronto sabría lo que es bueno.

Hacía un frío espantoso, algo normal en diciembre, y aunque era un fastidio estar de plantón frente a la tienda de aquel desgraciado, un agudo placer malicioso anidaba en su alma, creciendo y creciendo cada vez más, incitándole a andar por la acera de un lado a otro, esperando, esperando...

El viejo Jonás pagaría bien cara su afrenta. Y el jefe estaría contento con él. En realidad se encontraba bastante enfadado en estos momentos, y más cabreado estaría si supiera que él se pasaba los días delante de la pastelería. Le había advertido que ni se le ocurriera volver por allí. Le conocían muy bien y eso no convenía. Samuel volvió a recordar aquel día, rememoró lo ocurrido dos semanas atrás. Lucas y él habían entrado al comercio del viejo Jonás, y en cuanto cruzaron la puerta el anciano les recibió con mal gesto; les conocía de sobras, sabía muy bien quiénes eran y a qué se dedicaban. Hacía ya años que en aquel barrio y los alrededores, aquellos sujetos rondaban con cierta frecuencia. Eran los chicos de Carlos Altea. Uno no solía hacerse rico vendiendo pasteles, -aunque la época navideña siempre reportaba beneficios adicionales-, pero sí comerciando con drogas. Jonás vivía en el barrio desde bien niño; de hecho, había nacido allí, en el seno de una familia humilde, tan humilde como la de Carlos, quién era también vecino del barrio. Ahora ya no; vivía en una urbanización elegante, en una gran casa con un enorme jardín, aunque solía pasar por allí en alguna ocasión, dentro de aquel Mercedes negro de lunas tintadas; nunca salía de él, pero Jonás sabía que estaba tras los cristales, observando. Acechando.

Y aquella mañana Lucas y Samuel entraron a su tienda con sus caras pálidas y sus largos abrigos oscuros. Carlos no estaba, pero sí el Mercedes parado en la puerta, así que es probable que estuviera dentro, ¡maldito cobarde!, mandar a esos chicos a los que tenía lavado el cerebro en lugar de salir y dar la cara. Jonás sabía a lo que venían y desde el principio les recibió mal; no les dejó pronunciar apenas palabra, pero él sí dijo bastantes. No pensaba permitir que usaran su tienda para sus sucios negocios; Lucas y Sam le dijeron que él no era el único, que la licorería de Luis y la carnicería de Jorge formaban ya parte de su “franquicia” y que él no tenía por qué ser ninguna excepción; que si aceptaba formar parte activa de los negocios de Altea, no sólo tendría protección durante las 24 horas del día, sino que los beneficios económicos serían cuantiosos. Pero Jonás no cedió. Ni siquiera cuando Sam le insinuó sarcásticamente que negarse a colaborar podía suponer salir perjudicado, pero no sirvió de nada. Dijo que no tenía miedo de un miserable como Carlos Altea y menos aún de sus “matones”. A Sam no le gustaron aquellas palabras y a su jefe aún menos, así que cuando ordenó que se interviniera en la entrega del género que Jonás recibía y usaba en la pastelería, Sam insistió en ser él mismo quién deseaba hacer el “trabajo”; y aquella noche se introdujo en el almacén, saltando por la ventana trasera con aquel saco de aspecto inocente, aquel saco blanco que bien parecía el mismo que había junto a la pared, pero que en realidad contenía algo muy diferente a la harina que él se llevó consigo cuando se marchó de allí, escondido en las sombras como un vulgar ladrón. Ojalá. Ojalá hubiera sido tan solo un simple ladrón.



Y ahora caminaba arriba y abajo por aquella acera mirando ansioso la puerta de la pastelería cada vez que la campanilla sonaba y algún cliente entraba y salía; todos reían, todos estaban felices celebrando la víspera de Navidad. Todos llevaban paquetes dorados cargados de dulces que el viejo Jonás elaboraba con mimo para su clientela siempre satisfecha. Todo el barrio adoraba a Jonás. Por eso Samuel esperaba el momento de ver llegar a la policía. Qué ironía. Jamás había deseado que apareciera “la pasma” como en aquel ansioso momento. Aquel momento que duraba ya tres días desde que él profanara el negocio del odioso confitero... ese anciano cabrón con pinta de Santa Claus aprendería a aceptar las buenas ofertas, a respetar a su jefe, y sobre todo, a no llamarle matón. ¡A ver si se lo decía desde la trena!, porque cuando sus clientes empezaran a caer como moscas, ahí es dónde el viejo iría a parar, pensó riendo una vez más para sus adentros. Y él no quería perdérselo. Por eso estaba decidido a verlo desde primera fila.

Pero aquel día tampoco ocurrió. Sam terminó helado de frío y bullendo de ira ante la perspectiva de que aquel saco hubiera quedado olvidado en el almacén. Pero no. Sabía que no había sido así. El mismo lo vio vacío en el cubo de la basura en una de sus incursiones a la parte trasera de la pastelería. Pero decidió armarse de paciencia y al día siguiente volvería por allí; tan sólo se había ausentado una hora para comer en el bar y estaba cansado y tenia frío. Aquel bocadillo de helado lomo grasiento le había sentado fatal y decidió irse a su casa, dónde su esposa le estaría esperando con una rica cena caliente.

Cuando cruzó el umbral, Vicky le recibió con una sonrisa inocente de quién no sabe a qué se dedica su esposo; ella pensaba que Sam era contable y así debía de ser. Estaba encantadora con su delantal verde y esa mirada de niña pequeña. Sam se puso la bata y las zapatillas y se sentó a la mesa junto a la estufa de gas; cuando tuviera ahorrado bastante dinero podrían tener una casa mejor; con un gran salón y una acogedora chimenea frente a la que sentarse a descansar del “trabajo” diario. La cena le vino estupendamente; aquella sopa caliente y el filete de ternera estaban de lujo. Y cuando Vicky trajo el postre y se sentó junto a él con aquel café, Sam la miró sonriendo socarronamente al verla poner sacarina en su taza.


-Uy, ¿ya estás a dieta otra vez? –le dijo a su esposa saboreando la tarta que había en su plato.

-Ay, cariño... si. –rió Vicky enrojeciendo. Estaba encantadora- Quiero perder tres kilos antes de Nochebuena. El vestido de Año Nuevo no me va a entrar si no paro de comer.

-Venga, mujer. Si estás estupenda.

-No. No lo estoy. Y menos aún si el día de Navidad tu madre nos ceba como todos los años. O me controlo ahora, o pareceré una vaca.

-Bueno, tú sabrás, nena. Es verdad que mi madre cocina muy bien, aunque... –susurró Sam guiñándole un ojo- ... he de confesarte que ni por asomo le salen los dulces como te salen a ti.

-¿Los dulces...?, ¡ah, lo dices por la tarta! –rió Vicky saliendo de su asombro-, ¿te gusta?, me alegro, es de mazapán, pero no la he hecho yo. La he comprado. O más bien me la han regalado. Habían hecho una hornada de tres docenas y me dieron esa; no querían, pero insistí tanto que al final me salí con la mía. No les gustaba cómo habían quedado, habían cogido un color muy extraño y pensaron que a la clientela no le gustaría. Así que antes de que las tiraran todas a la basura, me aseguré de llevarme una. Fue este mediodía, cerca del barrio dónde trabajas, pasé por un horno y logré que ese anciano tan encantador me la diera. Qué hombre tan amable, parece Santa Claus. Pero cariño... come más despacio, por favor. Te estás poniendo pálido.

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