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domingo, 7 de noviembre de 2010

LOS RELATOS DE SARA "RECUERDA"

Con un grito, se incorpora hasta quedarse sentada en la cama. Mira a su alrededor, paredes grises, luz tenue que proviene del pasillo y junto a ella, una máquina que pita, y un gotero cuyo vía acaba en su brazo. Está en un hospital, eso está claro. Pero no recuerda nada más. Se mira de arriba abajo cuidadosamente, tratando de hacerse una idea del motivo de su ingreso, y el sobresalto no puede ser más grande... lleva muchas vendas, en las piernas, en los brazos, y bajo el pijama del hospital también, no puede verlas pero las nota.

Un sudor frío se apodera de ella y el miedo le atenaza la boca del estómago. Sobre todo por algo concreto: no sabe qué hace allí, no sabe qué le pasado... y no sabe quién es. Mira la mesilla de noche que hay junto a la cama y ve una tarjeta en la que pone el que parece ser su nombre: Cristina D. ¿Qué será la D?, ¿Duarte?, ¿Durán?... quién sabe. Durante unos minutos no sabe qué hacer, se limita a mirar nerviosa a cada rincón de la estancia y finalmente llega a la conclusión de que alguien ha querido hacerle daño, tal vez han intentado matarla y no han logrado su propósito; también puede haber tenido un accidente, pero en la mesilla hay un espejo que usa para mirarse la cara, llena de pequeños hematomas, con un ojo completamente amoratado y un corte que empieza casi a la altura de la sien derecha y que termina junto a su mandíbula... un navajazo, está claro, y eso no es por accidente.


Se levanta lo más rápido que puede y se quita la vía de un tirón... ay, qué daño... pero se olvida pronto de eso y se calza unas zapatillas planas que hay cerca de ella, en el suelo... tiene frío con ese pijama tan fino del hospital, pero no ve a su alrededor nada con lo que pueda vestirse, tal vez llegó allí con la ropa en malas condiciones y se hayan desecho de ella. Camina cojeando hasta la puerta y la abre con cautela; antes de salir, mira a un lado y a otro del pasillo y cerciorándose de que no hay nadie, empieza a caminar hacia no sabe dónde. Recorre los oscuros pasillos del centro, temblando de miedo y de frío y mirando con ojos desorbitados cada vez que oye algún ruido, o cree ver moverse alguna sombra entre los corredores. Está muy asustada. No, está aterrorizada. Despertar en la cama de un hospital, sola, de noche, llena de heridas y sin recordar ni su nombre –Cristina, si, pero eso es sólo lo que decía la tarjeta- no es precisamente como para estar tranquila. Sobresaltada, ve acercarse a alguien desde el otro lado del corredor por el que ella camina ahora, dando un sorprendentemente ágil salto cargado de aguijonazos de dolor, se oculta tras un paraban que tapa una camilla en la cual hay un niño acostado, dormido. Reza porque al médico no se le ocurra ir directamente hacia allí... ¡pero estúpida, si es un médico!... que no, que no, hasta que no recuerde algo, no va a confiar en nadie. Y por fortuna el doctor pasa de largo sin verla dirigiéndose hacia sus obligaciones, sean cuáles sean. Vuelve a salir de detrás del paraban y camina en dirección opuesta a él, entrando en otro corredor al final del cual ve a dos enfermeras hablando tranquilamente, con las manos en los bolsillos, una de ellas ríe discretamente mientras la otra le susurra algo que parece divertido... retrocede de nuevo, no quiere que la vean y se esconde en el interior de una habitación que se encuentra completamente a oscuras, cierra cautelosamente la puerta y tantea con las manos en busca de un interruptor en la pared; una vez da con él, lo acciona y la luz de una pequeña bombilla ilumina la habitación, se da cuenta de que hay una estantería llena de carpetas, unas sillas y un escritorio abarrotado de documentos; dominada por el pánico, se esconde tras la mesa no sin apagar la luz del techo y encender la de un pequeño flexo junto a los archivos.

Trata de poner en orden sus ideas, si es que hay ideas que ordenar... trata en vano de recordar, pero no hay forma, se esfuerza notablemente sin lograr ningún resultado y el sobresalto la interrumpe al ver que la manivela de la puerta empieza a girar... apagando el flexo con celeridad, se esconde bajo la mesa con el corazón desbocado, conteniendo su agitada respiración, temiendo que la vean, porque algo le dice que no debe confiar en nadie... la luz del techo vuelve a bañar la habitación, y desde su escondite, oye unas voces que parecen discutir.

-Aquí no estará, vámonos.

-No jodas, ¿vale?; hay que registrar todo el hospital, palmo a palmo, hemos de encontrarla y ya sabes lo que hay que hacer... si no hubieras dejado de vigilarla...

-¡No empieces otra vez!, ¿vale?. ¿Qué querías qué hiciera?, tenía que ir al baño y ella estaba completamente dormida... si por mi fuera, hace horas que me la habría cargado, pero aquí...

-¡Calla, coño!, que te van a oír, y en menuda nos metemos. Sabes que no pueden ser así las cosas.

-Maldita zorra... le iba a dar yo lo que se merece. Anda, vámonos, ya te digo que aquí no está.

-Si, tienes razón... pero demos pronto con ella, o tendremos bronca.

Y apagando de nuevo la luz, se alejan de allí. Cristina se levanta del suelo temblando y se sienta ante la silla del escritorio sollozando, con sus sospechas confirmadas. Querían matarla. ¿Por qué?, no puede saberlo, ¡no recuerda nada, joder!!!. Y apoyando la cabeza sobre sus brazos, la deja caer en la mesa llorando amargamente... es terrible, casi prefiere no recordar... pero tenía que hacerlo, ¿y si tenía familia?, ¿y si tenía hijos?, ¿dónde se encontraban?... lo más seguro es que no fuera así, habrían estado junto a su cama del hospital, acompañándola, apoyándola.

Con las lágrimas bañándole la cara, estuvo cerca de diez minutos sollozando reclinada sobre el escritorio, deseando que todo aquello fuera sólo una pesadilla, imaginando que vivía en una preciosa casita blanca con jardín, con marido guapo y cariñoso y dos niños de anuncio. Pero estaba claro que no era así. Finalmente, se arriesgó a encender de nuevo la luz del flexo para no estar completamente a oscuras, su cara estaba empapada y las lágrimas le nublaban la visión; no podía permitirse que su actual debilidad tanto física como emocional la traicionaran... aunque qué más daba ya... a saber en qué lío se había metido. Buscó entre los objetos de la mesa una caja de pañuelos de papel –en estos sitios los hay en todas partes- para secarse la cara, pero no había nada; terminó enjugándose el rostro con el dorso de la mano y cuando inclinó la cabeza frente a ella, allí en la mesa, como si ella misma lo hubiera abierto para leerlo, había un periódico que en grandes titulares, presentaba el suceso ocurrido el día anterior.


“POR FIN DETENIDA CRISTINA DUVAL”. El titular encabezaba una escalofriante noticia que llevaba agregada una foto suya, con el largo y lacio pelo negro, simétrico, enmarcándole su pálido y gótico semblante; del piercing que brillaba en su mentón ahora no había ni rastro, ni del maquillaje siniestro y fantasmal cuya única nota de color eran unos labios rojo intenso. Había matado a siete personas durante el último año y había sido detenida el día anterior por dos policías que se la tenían bien jurada, según sus declaraciones. Cristina los reconoció al instante, eran los dos hombres que habían entrado a la sala hacía pocos minutos y a los que había observado a hurtadillas desde su escondite. La habían encontrado y tras una encarnizada pelea en la que ninguno salió del todo bien parado y ella quién menos, la habían detenido reduciéndola a golpes... se enfrentaban a una posible pena por brutalidad policial, pero el detective Lagos afirmaba que acataría las consecuencias, que lo importante era que habían atrapado a ese monstruo...

... nada como una fuerte sorpresa para que el cerebro reaccione y de repente Cristina lo recuerda todo de una vez. En ese mismo momento, la puerta de la estancia se abre y una joven enfermera rubia –no tendrá ni 25 años- entra con un historial que por lo visto va a archivar en el despacho y se lleva una gran sorpresa al ver a la malparada Cristina sentada ante el escritorio. No sabe qué decir, se queda petrificada en la puerta sin atreverse a mover ni un solo músculo. Y Cristina, cuya conciencia, recuerdos y reflejos ha recuperado ya completamente, desliza suavemente su mano hacia el abrecartas que hay sobre la mesa, y mirando a la enfermera, sonríe fríamente con espeluznante brillo en sus azules ojos y susurra aterradoramente: “Hola, guapa”.

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